20 dic 2014

"There is hell to be raised. I am to raise it" (¡Spoiler!)


Si las circunstancias fueran distintas, podría considerar The Beating of her Wings (3.02) uno de los más soberbios finales de una serie de televisión dramática de los últimos años (quitando el hecho de ser el segundo episodio de una temporada de ocho). Sin embargo, nuestra arraiga visión occidental de la justicia siempre nos ha inculcado la imagen del héroe caído que aspira a la redención. Es un panorama que se ha explorado hasta el cansancio y Ripper Street no fue la excepción. Si la primera temporada sirvió como mera introducción a las peripecias de la policía metropolitana en las barriadas de Whitechapel y la segunda ahondó en personajes secundarios como el sargento Drake o el capitán Jackson, la tercera viene a rematar con quien debió de haber empezado. En este episodio hay algo en la trasformación del inspector Edmund Reid que como espectadores sólo consigue erizarnos todas las capas de la piel hasta provocarnos un escalofrío que nos recorre el cuerpo. Es a su vez una consecuencia de lo que nos parece ajeno. Una errata en el guión. Mirándolo con detenimiento no debería ser difícil entenderlo; lo que pasa es que nos negamos a creerlo.

La historia de Reid nos fue mostrada a pedazos; pequeños indicios de aquí y de allá que uniéndolos todos revelaban un suceso trágico en el pasado que involucraba la desaparición de su hija pequeña y el resquebrajo total de su frágil matrimonio. In My Protaction (1.03) nos trae a un inspector afligido, exigiéndole fortaleza a su esposa moribunda a cambio de una promesa: contarle por qué motivo no puede aceptar la muerte de su hija y las circunstancias que orillaron a su desaparición. En esa época, al idealista de Edmund le pesa la ingenuidad a toneladas; era esa clase de personajes cuya actitud ante su propio trabajo no puede tacharse sino de perfeccionista, pero a su manera. Sin embargo, conforme la trama avanza esto cambia poco a poco hasta desembocar en el asesinato a sangre fría de quien le arrebató a la niña. La escena en sí es horrorosa y está tan carga de sentimiento que revierte la imagen que teníamos de él hasta transformarlo en otro ser. Algo como eso habíamos captado cuatro años antes, cuando a los pies del ring, le pide al sargento Drake matar a golpes a su íntimo enemigo. No se le puede culpar de frivolidad, sino de una excesiva ceguera vengativa que lo debilita tanto que él mismo se desconoce. Existen tales y cuales dialogo donde sus palabras nos taladran la conciencia. Generalmente es Bennet Drake quien está ahí para expiar sus pecados, para taparle los fallos, señalar sus errores y perdonarle todo al conocer sus imperfecciones. Hay una dinámica en ambos que funciona, una salvación mutua entre el veterano y el policía que siempre consigue sobreponerse a cualquier decepción. Los cinco minutos que Bennet le da para dejarle huir cuando cometió su transgresión de la justicia nos demuestra lo que uno es capaz de hacer por el otro. Favor con favor se paga.

Y es que las confesiones de Reid siempre consiguen acaparar la imagen y el sonido. Son pequeños trocitos de nada, proclamaciones mínimas a ciertas personas, gritos silenciosos ahogados en frías sepulturas que cuando brotan logran conmover. Aun así, raramente fue su esposa la oyente de tales palabras, propias de una relación donde ambas partes se asfixiaban en sus reclamos. Am I Not Monstrous? (2.02) dio indicios de que algo deplorable había pasado con el matrimonio y Emily no fue vista desde entonces (probablemente recluida en algún hospital psiquiátrico para curar la locura provocada por la actitud del propio Reid). Y es que el inspector no estaba obsesionado con la búsqueda de su hija, a pesar de la certeza de sentirla viva, sino con su trabajo. Una actitud desmedida donde imperó su descuido al hogar para equilibrar la balanza a favor de una justicia cuestionable que menguaba mucho en el Londres victoriano. El inspector Jedediah Shine se presenta como el contrincante corrupto, la fuerza de la ley debilitada por sus propias ambiciones y podredumbre. Un hombre despiadado y feroz. Un opresor orgulloso de su desobediencia autoritaria que pone la bala allá donde le plazca; que asesina a sangre fría sabiendo del amparo que le brindan los poderosos, vulnerados por los propios ases que esconde bajo la manga. Puñaladas duras que saborea con placer cuando se siente protegido por la impunidad imperante en una sociedad que se rasga las vestiduras por un gramo más de dignidad. Es entendible el desprecio que Edmund tiene hacia él, es comprensible la rabia que brotó en ese grito imperioso cuando Bennet escuchó estupefacto aquel desgarrador “¡Mátalo!” en la esquina del ring. El lamento del animal herido, el réquiem del que pensó que la rectitud de su trabajo jamás podría caer a un nivel más bajo. Pero el inspector Edmund Reid cayó y no dejó de caer hasta que esta tercera temporada le dio la oportunidad de arremeter contra quienes lo merecían. Shine queda pendiente, pero otros no corrieron con la misma suerte y será exquisito (aunque no por ello correcto) ver cómo culminaran estos dos últimos episodios. En el arco pasado no fueron los casos los que brillaron en sí sino la vida privada del sargento, el doctor y el inspector Shine, dejando de lado casi por completo a Reid. El círculo se cerraría bien con esta temporada. Y lo interesante sería ver cómo quedarán ubicados Bennet Drake y Homer Jackson, porque Rose y Susan también tienen cabida aquí.


La historia de Bennet la saboreamos como pocas, la sufrimos a rabiar y ahora nos queda ver al boxeador que se levanta con el rostro cubierto de sangre, pero vivo. Porque Bennet siempre ha sido un personaje de peso, con una actitud que sobrepasa el corte militar para subyacer en el deber que siente como custodio de la ley. Hay algo en sus ideales que esconden las viejas enseñanzas del propio Reid. Las antiguas, añejas y entrañable obras del policía exacerbado y herido. El rebelde de Bennet absorbe más de ternura en su postura que el mismo inspector (por muchas torturas que le corran por sus puños cerrados). Sus principios jamás han colapsado a pesar de lo cerca que ha estado de verse degenerado por camaradas con los que antes había compartido banderas y vinos. The Weight of One Man's Heart (1.05) expone el peso de sus glorias pasadas dándole la oportunidad de reivindicar sus principios militares, anteponiéndolos a los que imperan en las calles. Un acto que raya en lo terrorista, que lo sacude por dentro y le planta una bofetada que de otra manera jamás habría sido capaz de percibir. Madoc Faulkner sólo consiguió con su actitud echar por tierra la idea romántica del leal marino convertido en pirata que proclamaba a los cuatro vientos la ingratitud de un gobierno que olvidó a él y a los suyos apenas la guerra se dio por acabada. Esto era algo atroz que Bennet necesitaba ver con sus propios ojos, atestiguar a punta de pistola un escenario que Reid jamás podría mostrar desde las oficinas de la policía, ni tampoco arriba de un ring. Esas cosas se ven, se tienen que sentir para que se conviertan en algo; ya sea una enseñanza o una decepción a largo plazo. Porque el camino empedrado del sargento jamás terminó allí, logró extenderse hasta verle felizmente casado con una mujer que le ofrecía cinco minutos de paz en un burdel donde no conocían ese concepto. Si el hombre saboreó la fortuna en sus manos esta no se aplazaría demasiado al descubrir quién era en realidad la esposa detrás de la máscara. El culto fanático expuesto en A Stronger Loving World (2.06) logra derrocar hasta las cenizas la fortaleza de un estoico personaje, no tan estricto como su propio jefe, pero sí competente y sagaz. El declive del sargento llega aquí, cuando su entrañable Bella se auto inmola frente a sus ojos matando a parte de él en el proceso. Nunca le habíamos visto tan perdido, ennegrecido por su propia conciencia, bañado entre tanto remordimiento y espanto. Su agonía mental fue peor de lo esperado, su descenso se confundió con una derrota aplastante donde los mismos demonios que le persiguieron antes amenazaban con aprovecharse de sí sin darle tiempo a reconocer sus fallos. Si Rose Erskine regresa a su vida es sólo para convencerle de que él es más que una maraña de sentimientos contradictorios anidados en su mente. Sin embargo, no es ella a secas quien lo despabila de su agónico trance, sino el cuerpo de una persona asesinada. Algo nacido dentro de él lo devuelve a la realidad a base de dolor y misterio. Renace como un ser distinto, más realista que antes y quizá un poco más entregado a la rectitud que impera en su nuevo cargo. De más peso. De más responsabilidad. Pero sobre todo de más posibilidades para mostrar su verdadero rostro. 

      
La historia de Homer Jackson es distinta. El norteamericano cirujano cowboy perdido en las calles del Destripador trata de buscar su absolución viviendo al margen de la ley mientras colabora con ella. Es el anti héroe con bata blanca, olor a cigarrillo y vino en la mano; tronco común de lo que tiempo después sería la ciencia forense. El tipo podrá ser un alcohólico mujeriego sin vergüenza pero entre toda esa pestilencia se esconde el joven que soñó con explorar el mundo. El matrimonio que durante dos arcos vimos compartir con Long Susan se hace añicos rumbo a la tercera temporada. Pero hablar de él es hablar de ella y para comprender a uno tendríamos que vincularlo con el otro, independientemente del rumbo distinto que tomaron apenas inició esta nueva etapa. El médico de la armada estadounidense formó una extraña relación con la hija de un magnate que terminó viviendo en Inglaterra dirigiendo un burdel en el cual habitaban cada uno a su manera. El panorama ya de por sí se presta para exponerse como la cumbre de lo bizarro, pero al parecer el truco les funcionaba (y más de una vez vimos a la policía pasear entre prostitutas para arrastrar a Jackson hasta los pies de un nuevo cadáver). Tachar la relación de Jackson y Susan de disfuncional sería cortar demasiado hilo de una tela que se entreteje demasiado como para ser definida en una sola palabra. El matrimonio se mantuvo unido a pesar de que por cada ilusión que tenían les llovía una docena de desgracias. De alguna manera eso les otorgó la fortaleza que de otra manera no habrían conocido. Cuántas veces no les vimos discutiendo su idílico sueño a la luz de una chimenea. Huir muy lejos donde nadie nunca les juzgaría por sus decisiones. De hecho, las conversaciones a puerta cerrada siempre fueron las más significativas; eran aquellas charlas donde botaban todas sus máscaras, mismas que guardaban toneladas de amarga sinceridad y que generalmente terminaban en utensilios y portazos resonando hasta los cimientos del peculiar hogar. Es verdad que Jackson siempre necesito unos milímetros de vino en sus venas para sincerarse ante Susan pero no podría negarse el amor que se le derrochaba en la mirada cuando la tenía enfrente. Ella también pudo aspirar a algo mejor (basta con escucharle cinco minutos frente a su padre para entender de qué estoy hablando), su testarudez y gallardía la ubican por encima de cuanta mujer del siglo XIX se le ponga enfrente. Existe algo de cínico en su carácter que fusiona con elegancia y altanería, algo innato que atrae a quienes la tratan, y resulta bastante chocante darse cuenta que alguien pudo aprovecharse de ello para su propio beneficio. El bastardo de Silas Dugan sabía dónde encontrar la vulnerabilidad de Susan, sabía cómo escocer cada herida recibida en el pasado o de qué manera podría doblegar a una fiera innata; porque la madame siempre defendió lo suyo: el territorio arcano en los barrios bajos, la elegancia e independencia de su propio negocio, la integridad de las chicas que estaban bajo su amparo (por muy cuestionable que esto pudiera resultar). Susan hacía su trabajo y lo hacía bien; también ocultaba secretos, dolores, angustias y deudas endemoniadas, y se sentía acaparada por un feminismo que la superó en Become Man (2.03). La actitud de ella en el reciente camino me resulta ajena; la desconozco. Su poderío no sólo opacó esa destreza gentil que atravesaba la pantalla bajo la protección de su burdel, sino que terminó por aniquilar cualquier rastro de la mujer que una vez amó al capitán Jackson.
[Aun me faltan ver un par de episodios de esta última temporada y probablemente hay alguna especie de a lost in traslation que se me escapa de las manos porque no he podido encontrar subtítulos en inglés ni mucho menos en español desde que Amazon tomó el timón de la serie. Si a eso le agregamos los slang que se cuelan entre los diálogos, ufff… Vamos, que no es como para montar un dramón pero de que me pierdo un poco pues sí, lo normal.]
El futuro que le depara a la pareja será digno de ver sólo al observar lo bien que se la estaban pasando en “Your Father, My Friend” (3.04). Mismo en el que la misma Susan parece reivindicar la esencia de sus principios con ese cardiaco final que nos deja petrificados. La mujer debilitada por el poder se desvanece ante el crimen cometido. Resulta estremecedora la escena final de este específico capítulo. La rabia contenida, la culpa por las decisiones tomadas y el odio creciente frente al imbécil que le ayudó a olvidar quién era en verdad le llevó a volarle los sesos sin pensarlo demasiado, justo después de preguntarle “¿Tú sabes qué es eso? ¿Tú sabes lo que es ser un hombre bueno?”; preguntas directas que también sirven como melancólica elegía al inspector Reid, herido por ella, que agonizaba en un charco de sangre a escasos centímetros de donde taladraron las palabras.


Ripper Street acarrea con el peso de las series cortas e incomprendidas por la multitud. Un camino antes recorrido por Hannibal, The Fall o The Killing, quienes también estuvieron en el umbral de la cancelación, aunque ésta serie no posee la densidad argumental de las otras mencionadas. Hace apenas unos días escribí un poquito sobre ella. Hace apenas nada, mencioné que si la dinámica del trío protagonista seguía intacta, ahí estaría yo para verla brillar. Pero esta tercera temporada apuntó el cañón hacia la posición contraria. La dinámica se ha resquebrajado y las partes implicadas siguieron sus propios caminos en direcciones que estaban lejos de estar cercanas. Era algo que ya me esperaba; si hubo algo que brilló en Our Betrayal (2.07.08) fue precisamente esa rotura en la confianza de los tres. Dejando eso de lado, vale destacar la fortaleza con la que Ripper Street resurgió de las cenizas. Cancelada por la BBC hace unos meses fue acogida por Amazon para traernos ocho episodios que estuvieran a la altura de los que les antecedieron. Pero lo que hicieron fue más allá: revitalizaron una serie agónica, no por su trama sino por las circunstancias, y le inyectaron la fortaleza necesaria para culminar una tercera temporada que apunta a ser la más épica de todas sin olvidarse de sus principios. La esencia de los primeros casos, la base de la criminalística como ciencia forense y el nacimiento de una nueva era siguen ahí, intactos y eso es quizá lo que más atrae de ella. Esa diversidad de asesinatos y conspiraciones pequeñitas en el barrio de Whitechapel, que sin querer, remueven los altos estándares hasta llegar a los poderosos. El trío de camaradas encabezado por Reid sigue funcionando a pesar de los cambios por los que han pasado en los cuatro años que vivieron separados. También vale la pena destacar que la obsesión desmedida del inspector por el peso que recae sobre sus hombros nos llevan a atestiguar la creación de la base de datos de criminales y reincidentes a golpe de maquinas de escribir, tinta y opacas fotografías; rarísimo de ver en una serie de televisión, donde nos tienen acostumbrados a la tecnología de punta de los centros de investigación ficticios que superan con creces a la realidad. (Sobra decir que la inclusión del entrañable Joseph Merrick a la trama es tan conmovedora como trágica.)   

Ripper Street no es sólo una serie recomendada sino necesaria. Un show que apostó a lo diferente, a lo antiguo versus lo moderno. Que logró captar con exquisita maestría una etapa decisiva en el sistema policíaco contemporáneo, tiempo que fue un parte aguas en los métodos investigativos o el despertar de la energía eléctrica en la vida cotidiana, el avance de la ciencia y la medicina o la creciente popularidad de la fotografía o huellas dactilares como insuperable recabador de evidencias. Sin olvidarnos de la vida personal de los protagonistas que, conforme las temporadas avanzan, engullen con facilidad el crimen cometido para anteponer la subtrama al primer plano. Imposible ignorarla, y sobre todo imposible de olvidar. Si esta temporada es la despedida, la están haciendo a lo grande; si es un nuevo comienzo, están poniendo el listón demasiado alto.

8 dic 2014

Supongamos que hablo de series de TV...


Anteriormente mencioné que me he pasado gran parte de mi tiempo libre en Netflix devorando cuanta serie, película y documental se me ponga encima. Lo cierto es que nop, sólo he visto dos programas completos en streaming y uno de ellos terminó vía torrent en mi laptop. (Lo siento, pero Kevin Bacon merece ser descargado y almacenado en un disco duro; está en la Constitución). Cuando Netflix llegó a México los cibernautas tuvimos la oportunidad de probarlo gratuitamente y sin compromiso de subscripción durante un mes entero. Yo “lo hice”, y lo pongo entre comillas porque literalmente salí huyendo cuando me di cuenta que para disfrutar de algo gratuito tenía que soportar interrupciones cada cierto tiempo para ver desfilar anuncios por la pantalla como si estuviéramos en la época de la televisión ¡IM-PER-DO-NA-BLE! Por supuesto, en la opción de pago esto se anula (de algún lado tiene que salir el dinero, ¿no? xD), así que cuando mi hermana y Sarai me invitaron a compartir su cuenta conmigo se desató un mini big-bang en mi teléfono celular que amenaza con no detenerse jamás. Hacía muchísimo tiempo que algo no me entretenía tanto; y no hablo de una manera específica, sino general. Dejé de ver la TV hace ya cinco años o más. No fue un propósito ni nada parecido, simplemente sucedió. Ya no me resultaba atractiva e interesante. Si quería ver algo específico ahí estaba Internet para poner el universo entero a mis pies, y como suelo enfocarme en una o dos cosas a la vez siempre hubo una constancia en mis películas, series o documentales. Poco a poquito fui enamorándome de todo aquello que abandoné cuando me olvidé de la televisión.   

Netflix es otro universo. Es verdad, es nuevo, le falta añadir toneladas de material que merece estar alojado en su sitio, pero tiene un repertorio envidiable y una variedad de géneros nada despreciable. Además, claro, tiene series originales. De ellas, sólo he visto un par de episodios de Orange is the new Black y ni siquiera estoy segura que sea mi estilo. La trama es buena, pero no me llama la atención, ni siquiera siento empatía por sus protagonistas, lo cual me parece un punto clave a la hora de ver una serie de varias temporadas. Eso sí, tengo el hype a tope con Marco Polo que está próxima a estrenarse en el mes de diciembre y yo firmo totalmente porque en el tráiler la producción se ve BRUTAL.

En mi casa jamás hemos acostumbrado a ver la TV cuando estamos comiendo todos en la mesa. Eso aplica únicamente para el desayuno y la comida, y muy raramente para la cena. Actualmente mis hermanos estudian fuera y mi papá trabaja en otra ciudad, así que mi mamá y yo comemos y cenamos en horas distintas. Ya no coincidimos para charlar como lo hacíamos antes. Cuando trabajo por las mañanas soy yo quien da las comidas acompañada de mi soledad y el aburrimiento mortal, así que la grandiosa idea de adentrarme a Netflix se dio por sí sola, en un arrebato de amargura. Para pasar el rato y no atragantarme con la comida sin meterle demasiadas neuronas al asunto suelo ver algún episodio de Muévete o Muérete, un programa que pretende ser interactivo aunque sin conseguirlo. Más o menos sirve para que te des una idea de qué hacer cuando te encuentras en situaciones peligrosas como un tornado, el ataque de un tiburón, una avalancha, un auto en el fondo del agua, un tsunami, etcétera. Te dan tres opciones para que tú elijas cuál podría ser la correcta y después revelan si acertaste o no y te explican por qué. En el furor del momento probablemente vas a olvidar la mitad de las cosas que te aconsejan pero bueno, tampoco es su obligación salvarte la vida, ¿verdad? XD Por otro lado, Doomsday Preppers se mueve entre la paranoia americana y el survivalismo del fin de los días. Se me dibuja una sonrisa en el rostro cuando lo veo y trato de que esa sonrisa no sea burlesca porque, pensándolo bien, cuando a los gobiernos mundiales les aburra el orden establecido sólo será necesario un botón para desatar un cataclismo sin precedentes (¡Tú sabes quién eres, Putin!) y este grupo de gente será la única que más o menos sabrá qué hacer. Lo que me parece curioso de este show —que raya en lo bizarro, lo mediocre y su veracidad— es que estos preppers se preparan para un específico desastre, de tal manera que aquellos que armaron su plan contra unos tornados categoría 5 que asolarían la mitad de la población de una ciudad estadounidense promedio, serían los primeros en palmarla si el caos mundial se debiera a no sé, una guerra nuclear, por poner un ejemplo cutre. El otro punto que me resulta absurdo es que la mayoría de estos luchadores de los escenarios posibles del apocalipsis son generalmente personas de edad avanzada, jubilados, diabéticos o obesos mórbidos. Digo, si yo invirtiera parte de mis ingresos laborales o de pensión para prepararme para el Armagedón y la inminente caída del sistema financiero global por lo menos intentaría llegar vivo a ese momento. Pondría mi empeño y todo lo que esté a mi alcance para estar lo más sano posible. Me imagino que esa es la clave ¿no? Lo básico.    
  
Dejando esto de lado vayamos a lo que nos atañe: The Following y Ripper Street. He decidido ver series de dos en dos porque ese plan ya me funcionó anteriormente con The Mentalist y Castle así que why not? (Sin spoiler, en general).
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The Following: 
The masque of the red death.


Jamás había escuchado hablar de The Following. La serie se estrenó en enero del año pasado y yo no sé dónde estaba metida para que me pasara totalmente de largo. El asunto me ofende más porque Kevin Bacon es el protagonista y ni siquiera me enteré. Además, a la trama se le podía sacar muchísimo jugo. Resulta que el bueno de Bacon interpreta a Ryan Hardy, un ex agente del FBI que es requerido como consultor de la policía para que ayude a encontrar al asesino serial que él mismo se encargó de llevar al corredor de la muerte 10 años atrás y que terminó fugándose de una prisión de alta seguridad semanas antes de su ejecución. El criminal Joe Carroll está obsesionado con Edgar Allan Poe, por lo que sus asesinatos se encuentran fuertemente vinculados a los trabajos del escritor basados en la fijación que Poe tenía de la muerte y el amor.

Personalmente pienso que la serie tuvo un piloto extraordinario y una primera temporada que pretendía ser épica pero que al final no lo consiguió. Gran parte del fallo lo encuentro en lo poco que exploraron la psicología de Hardy. Su psique es la de un personaje fuertemente trastornado por el evento que una década atrás casi lo lleva a la tumba y por consecuencia lo sumergió en una obsesiva depresión que amenazó con hundirlo en el alcohol (asunto que después desaparece, así sin más). Si bien, el primer episodio comienza fuerte, el resto se encarga de desinflar poco a poco un argumento que termina por rozar lo inverosímil. Y es que FBI en general resulta absurdamente incompetente, incluso ahí en ese episodio donde brilló: Tenían que asegurar una casa, velar por la integridad de los que lo habitaban pero van y les secuestran a un niño en sus narices y se comenten asesinatos a dos pasos de donde se encuentran parados… ¡¿HOLA?! Entonces uno se pregunta a qué estamos jugando. Vale, esto es desde mi punto totalmente realista. Ahora, si aplicamos la suspensión de la credulidad enfocándonos en disfrutar la historia —con sus agujeros o no—, pues sí, me ha parecido entretenida. Al final ese es el punto ¿no? Lost tampoco brilla por su veracidad. Mirándolo todo con perspectiva crítica puede costarnos un buen tocho de nuestra cordura entender cómo es posible que un criminal de la categoría de Carroll haya sido capaz de formar su fan club desde la biblioteca de una cárcel. No es que el asunto sea imposible (hay muchos pirados en el mundo) pero oye, ser un multi-homicida y usar Internet con total libertad sin que tengas a dos hombres de la ley haciéndote guardia con una lupa para ver qué buscas, qué haces o con quién hablas es afirmar cosas fuertes, ¿eh? XD.

El punto a su favor, creo yo, es esa vuelta de tuerca que le dan a la imagen de un asesino serial tradicional para que, aun siendo el némesis del protagonista, sean otros los que cometan crímenes en su nombre. Existe también este vínculo casi obligatorio entre el detective y el asesino pero la forma en la que se retrata en el show jamás termina por cuajar: lo muestran como algo profundo, tan profundo que no podemos verlo —o nos pasa de largo, qué sé yo— pero jamás lo vemos visualizarse, tomar forma, exponerse en la pantalla, lo cual no me convence demasiado, la verdad. Aun no sé si me voy devorar la segunda temporada o pasaré totalmente de ella; sobre todo porque no puedo hacer un maratón de esta serie, es algo que mi hermana ya me había advertido. Un capítulo al día sí que me resultó digerible, pero hasta ahí. Hay algunos episodios que están tan abarrotados de sangre, gore y suspense que termina por formarse una barrera para mantener a raya la cordura que amenaza con hacerse añicos cada tantos minutos.

La recomendaría, pero no esperen a un Hannibal Lecter y mucho menos CON ESE FINAL.


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Ripper Street || CSI: Whitechapel


La primera vez que supe de Ripper Street fue cuando la BBC la canceló. Sí, ya sé que esa no es la mejor manera de comenzar algo, pero gracias a Firefly supe que hay series preciosas que son canceladas porque la gente es tonta y no porque sean malas. Afortunadamente algún directivo de Amazon también pensaba lo mismo que yo y decidió salvarla. Ahora su tercera temporada es trasmitida por Internet y el universo ha regresado a su orden establecido. Netflix me la recomendó después de ver Orgullo y Prejuicio debido a que el actor Matthew Macfadyen —quien interpretó a Darcy— aparece en un papel principal en Ripper Street, y como el título prometía pues ahí me tienen religiosamente una semana entera con dos episodios por día.

Dejemos de lado el nombre del show y la sinopsis que te venden como primicia, porque lo cierto es que, el que menos pinta vela en este entierro es precisamente Jack el destripador. El mítico asesino serial que se paseó por las calles de Londres en el siglo XIX sólo es mencionado en dos o tres casos sin tener más relevancia de la necesaria; es decir, él no es el responsable de los crímenes que se le atribuyen en esas ocasiones. Tómenlo como spoiler si quieren, pero no lo considero como tal. Por lógica, podemos deducir que la serie no es lineal sino procedimental y cada semana nos trae un nuevo caso de asesinatos variados cometidos precisamente en el distrito de Whitechapel. De ahí el nombre de la serie: la calle del destripador.

El protagonismo recae en el inspector Edmund Reid, encargado de la División H de la policía metropolitana que junto con su mano derecha, el sargento Bennet Drake (Jerome Flynn), investigan homicidios cometidos en el este de Londres. La parte forense del asunto corre a cargo de Homer Jackson (Adam Rothenberg) un pirado estadounidense que a su vez está casado con Long Susan (MyAnna Buring), la bella y testaruda madame de un burdel que ambos administran. 

Realmente no sé exactamente qué fue lo que más me llamó la atención de Ripper Street, pero sus temporadas cortas fue un enganche de inmediato; ocho episodios así hasta se hacen cortos. O quizá algo tuvo que ver Londres y la época victoriana que Conan Doyle ya me había encasquetado años atrás con su detective consultor. Además, hay que recordar que fue en esos tiempos cuando se vivió la efervescencia de los nuevos métodos aplicados a la resolución de crímenes, la criminalística comenzaba a tomar la forma que ahora conocemos y ya, sólo por eso, Ripper Street vale la pena. Los casos tampoco tienen desperdicio. Vale, el primer episodio fue interesante pero normalón y casi paso del segundo en su totalidad, pero el tercero fue un enganche de inmediato, donde el equipo de investigación comenzó una carrera contra el tiempo debido a un misterioso producto que comenzó a envenenar a la población a un ritmo frenético. Los episodios posteriores mejoraron notablemente y, aunque la segunda temporada dio un bajón notable en cuento a los casos (no así a la vida de los protagonistas, que fue un plus total), termina por estallar de manera esplendida en los dos capítulos finales, que rematan de maravilla lo que venían mostrándonos anteriormente.

Ahora no tengo ni idea de cómo irá la tercera temporada —pienso ver los episodios ya emitidos estos días aunque no hay subtítulos disponibles en inglés o español—, pero mientras mantengan la dinámica del trío principal intacta, la fortaleza de Susan, la testarudez de Rose y un homicidio en turno cada semana pues vale, ojalá que brille por muchísimos años más, por muy optimista que esto suene. :)   

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THE MENTALIST: 
Nothing but blue skies.


OH.MY.LORD! A The Mentalist solo le queda una mini temporada y esto se acabó. No me lo creo. ¡Ains! Por una parte quiero que se acabe y por otra el fangirlismo me gana y ya le agarré cariño. He terminado de ver el primer episodio de la séptima temporada y bueno, aun no sé cuándo fue la última vez que me emocionó tanto que una pareja se volviera canon. Lo bueno de esta etapa final es que la serie tiene la oportunidad de irse por la puerta grande. Ya no tienen ninguna deuda que saldar, únicamente ofrecernos ese final que se merece una trama que fue exprimida hasta el cansancio. El lado positivo de todo esto es que a Bruno Heller sólo le queda la opción de hacer un fanservice total con el presupuesto de producción que tiene disponible ¡YEY! Seamos sinceros, las situaciones en las que pondrá a Jane y Lisbon serán únicamente para saciar nuestra noble morbosidad de la manera más educada que pueda y si eso implica poner en riesgo la vida de alguno de los dos pues lo va a hacer, o si quiere inspirarse de algún fanfiction pues ¿qué le cuesta? Por ejemplo, el 01.07 se llamó Nothing but blue skies, ¿se puede ser más jodidamente cursi, Bruno? Really?! XD La cosa no termina allí, resulta que ahora cuando aparecen los dos tortolitos el mundo se vuelve de color pastel, llueve purpurina y los unicornios vomitan arcoíris frente a mis ojos. Una cursilería muy mona y empalagosa. I like it! :D

Tendremos a Marcus Pike rondando por ahí de vez en cuando, lo veo venir desde aquí, por lo que la tensión está más que asegurada. Eso ya quedó demostrado en este capítulo y es fijo que será explorado más adelante con mayor detalle nada más para agregarle carbón al fuego. Tampoco olvidemos que Erica Flynn regresa a la vida de Patrick para joderle un poquito a Lisbon la fragilidad de su cordura de jovencita enamorada. DRAMA TELENOVELERO, EH. Pero como Bruno Heller ya prometió un final feliz con todas las de la ley pienso que no hay nada de qué preocuparse. Tengamos fe en el hombre, jamás nos ha fallado. Esta última temporada es para disfrutarla, aun con todas esas situaciones incómodas en las que veamos a Lisbon y a Jane lidiando con una relación peculiar tanto para ellos como para nosotros. Además, el bueno de Abbott siempre estará ahí como capitán de nuestro barco para que no se estanque ni se hunda. All hail the King!



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SHERLOCK: Where it is always 1985.

Y después así sin más, el equipo de Sherlock (BBC) decide lanzarnos esta imagen.


¡HOLA! ¡Madre del amor hermoso! ¿Pero qué es esto? ¿Cómo me lo explicas?

A estas alturas ya sabemos que los productores de Sherlock son unos trolls del demonio; siempre lo han sido. Según ellos esta foto es una pequeña muestra de lo que se verá en el capítulo especial de la serie que se trasmitirá a finales del 2015 y la liberaron el día que hicieron el read-through del guión, así que todavía no sé cómo ponerlo en contexto. La cuestión aquí es que no tengo la menor idea si el argumento del mismo seguirá la línea de tiempo de la serie o será una chorrada épica de proporciones monumentales. Ni siquiera sé si me explico XD. Para ser sincera me atrae muchísimo la idea de un episodio totalmente alterno que nos trajera al clásico Sherlock Holmes de Doyle recorriendo las calles del Londres de 1895 con los actorazos de la BBC haciendo de la suyas cual idea bizarra sacada de los oscuros pasillos de FF.NET or something like that. Es una tarea titánica, vale, PERO SERÍA UNA JOYA. OK, probablemente estoy soñando demasiado y sólo será una misión encubierta a una fiesta de disfraces :D. Igual, me emocionaré como toda la vida lo he hecho desde que conocí esta serie.

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Outlander: 
Sing me a song of a lass that is gone… 


El fandom de Outlander es sumamente afortunado. Probablemente es la base de fans más querida, mimada, apreciada, valorada y respetada por un equipo de producción que he conocido en general. Es un derroche de amor y ternura lo que hacen por nosotros. Es cierto, fue una bofetada inmensa cuando supimos que tendríamos que esperar siete meses para la segunda parte de la primera temporada de la serie, pero oye, también ellos se merecen un digno descanso. Después de filmar semana tras semanas en la gélida Escocia, es lo mínimo que se merecían ¿no? Sin embargo, para que la espera no se haga eterna y dejemos de comernos las uñas producto de la ansiedad producida por el abstencionismo, nos han ido regalando material inédito poco a poquito. Hace apenas un par de días decidieron ser demasiado generosos con nosotros y así de golpe sin previo aviso nos lanzaron un teaser/tráiler de los episodios que trasmitirán a partir de abril y AKSDLSKDKSJDK, MORÍ Y VOLÍ A RESUCITAR DE LA EMOCIÓN. QUÉ JOYITA. Eso sin olvidar el calendario de adviento que comenzó el 1 de diciembre y nos trae un regalito diario hasta ¿Navidad? Y una escena inédita cada cuarto día de cada mes, escenas que por cuestión de tiempo no pudieron incluirse en los primeros 8 episodios. Y claro, siempre nos quedarán las cuentas de Twitter o Instagram, de los actores, creadores, directores, tipos de vestuarios, etcétera ¡y hasta del perrito de la serie! AINS! ¡Nos están mimando mucho! :)

Ahora que Salamandra España sacó una reedición del primer libro de la saga sólo me queda esperar pacientemente que llegue a México muy pronto. Así que...


25 nov 2014

"En lo esencial pienso que aún es más de lo siempre fue"

Edición conmemorativa del
bicentenario de su publicación. 
—Creo que en todo ser humano hay una tendencia a determinada maldad, a un defecto innato y que siempre puede vencer la buena educación.

—Y su defecto es la propensión a odiar a la gente.

—Y el de usted —repuso él con una sonrisa—, el obstinarse en no entender a los demás.
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.11|Pag.71)
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La escena en cuestión está tan cargada de tensión antes de desembocar en estos diálogos, que me pregunto si mi madre me habrá escuchado aplaudir cuando el punto álgido explotó y él lanzó el golpe final, la frase última que remató con sonoro escrutinio en la mente de nuestra heroína y probablemente la espabiló un poco, haciéndola salir del trance que provocó en ella la charla que mantuvieron por escasos minutos.

Orgullo y prejuicio, opera prima de Jane Austen (aunque publicada después de Sentido y sensibilidad), nos invita a la intimidad de la familia Bennet en el ficticio Longbourn, un hogar acaparado por mujeres cuya figura paterna se afana en no sucumbir ante tan desmesurado alboroto hormonal. El objetivo del matrimonio es claro: conseguir un caballero para Jane, Elizabeth, Mary, Catherine o Lydia. La cantidad de hijas de la pareja es directamente proporcional a las ganas que tuvieron de procrear un varón que nunca llegó, por lo que la oportunidad de materializar su sueño se abre paso cuando un distinguido joven se establece en la elegante residencia de Netherfield junto con sus hermanas y un par de amigos, dando como resultado una serie de tropieces, aciertos y situaciones que exponen de manera brutal el código de etiqueta que imperaba en la época en la que Austen se desenvolvió, y revela sin reparo —a niveles sofocantes— la trama que se mueve casi en su totalidad entre el orgullo y la terquedad de sus principales protagonistas.

Austen supo calar hondo y picar con esplendida ironía un tema que en su tiempo trascendía lo cotidiano al grado de convertirse en un problema colectivo: el matrimonio. No sólo aborda la materia con comicidad sino que la revitaliza y se mofa con un agrio sentido del humor de la sociedad inglesa tan repleta de formalidades para contrastarla con la diferencia de estatus, cualidades y oportunidades futuras que se truncan cuando la economía de tal o cuál familia no es propicia. Aquí los Bennet no sólo están en el límite del desahucio, sino que, con cinco hijas en plena juventud, su destino se complica al no conseguir un yerno más o menos posicionado que los salve de tanta incertidumbre. El padre de familia, bordeando la vejez, sobrelleva el dolor de sus años con una resignación que nos hace destilar chorros de simpatía hacia él. A pesar de las escasas intervenciones de Mr. Bennet a lo largo de la narración, éste sabe exprimir con magníficas líneas diálogos que en otros personajes rayarían en la tragicomedia. El capítulo 42 asola sin consuelo la pasmada relación sentimental que lo une con su esposa (a la que en su juventud amó por su belleza y después del matrimonio lo agobió con su nula inteligencia). El capítulo en cuestión es devastador, tanto como referente al paradigma de la felicidad familiar en aquellos tiempos, como por su fisgoneo en la vida diaria de los Bennet. La relación con la madre de sus hijas —cimentada, al parecer, de una decepción tras otra— jamás lo ha sumido una depresión que no pueda equilibrar con su admirable optimismo. Algunos lo tildarán de viejo agrio, sin embargo, no es su personalidad sino sus palabras las que logran explotar sin piedad su ingenio al lanzar confesiones que generalmente terminan en carcajadas por parte del lector debido a su grandilocuencia. El amor por las niñas, eso sí, es innegable, y se escurre transparente en aquellos detalles plantados como semillitas en las páginas con la ternura de un hombre gentil que sólo ha recorrido un camino difícil. La señora Bennet, en el otro extremo, refleja el cotilleo del vecindario rural moviéndose entre el agravio de saberse desgraciada y el ansiado milagro de ver a alguna de sus hijas casada. Se hace la sufrida con una jocosa desvergüenza a tal grado que uno se las apaña para no sucumbir entre el dramatismo de sus exagerados actos, y nos obligan, casi con tosquedad, a compadecer al cansado de su marido.

La primera edición (1813) con sus tres volúmenes y página principal.

Las hijas del matrimonio son las que centralizan con matices variados las páginas que despegan apenas comienza la narrativa. Y es que, si hay algo que Austen dominó de maravilla, fue la diversificación de personajes, mismos que resultan cotidianos para nosotros (no por ello menos interesantes). Jane Bennet, la bella primogénita, repunta con mansedumbre su atractiva personalidad que no tarda mucho en robarle la existencia misma al heredero de los Bingley, quien se siente atraído por ella casi al instante. La dulce de Jane tiene un defecto que a su vez podemos catalogar como una exquisita virtud: sólo es capaz de ver la bondad de la gente. Es tan ingenua que hace despertar la ternura de Lizzy al punto de catalogarla como perfecta, asumiendo que la joven es demasiado noble para este mundo. Afortunadamente Charles Bingley no es un prepotente mimado, por el contrario, goza de atributos de simpatía y buenos gustos que unido a su natural carisma, excede la afinidad de la misma Jane.

[No se puede decir lo mismo de las hermanas Bingley, siendo Caroline la malcriada e insufrible niña rica cual pedantería atosiga con finura a la primera oportunidad que se le presenta; generalmente a las espaldas de quienes inspiran su rancio humor].

Por otro lado, Mary Bennet es la nerd de la familia. No es que se las dé de intelectual —la pobre apenas puede asimilar que su autoestima no termine embarrada en el suelo al compararla con la extroversión de las otras dos jóvenes—, pero se sumerge en la música y la lectura tanto como sus hermanas menores lo hacen entre las filas de los militares que arriban a la localidad. La relación fraternal de Kitty y Lydia delimita su complicidad allá a donde vayan y las transforman, no sólo en presas fáciles, sino en carne de cañón barato para soldados que aparentan ser algo que no son. Lydia es la encargada de demostrárnoslo, cuando sorprende a todos al casarse con el sinvergüenza de George Whickham. Sin embargo, el amor tan ciego de ella y su inexperiencia en terrenos desconocidos son responsables de la ignorancia que embarga su unión. La niña, cegada por el enamoramiento, no atina a saber que se ha casado con un lobo vestido de cordero.

En aquel entonces el matrimonio, más que un tema sentimental, cursi, ilusorio y lleno de romanticismo, era en realidad un frívolo acuerdo entre familias para unificar bienes, propiedades, riquezas, etc. Un asunto de negocios. Un elocuente testimonio, aunque en menor escala y sin demasiadas repercusiones, lo vemos materializarse frente a nuestros ojos con el matrimonio entre Mr. Collins (primo de las Bennet) y Charlotte Lucas (la amiga de Lizzy). No es que ella esté enamorada de él ni viceversa, sino que ambos están buscando sus mejores intereses a largo plazo; y eso incluye tener un techo dónde resguardarse y un buen plato de comida sobre la mesa. La situación de Charlotte es desesperada y no difiere demasiado de la del clérigo. Ella se lo hace saber a Lizzy, quién no puede evitar ver aquella unión como una especie de derrota, ese punto sin retorno en el resquebrajo de la amistad que las unía desde siempre. Supongo que ahí prevaleció la idea general que hostigaba sin piedad a la chica; muy al principio del libro ella misma escucha a Charlotte pregonar algo que en nuestra privilegiada realidad nos desconcierta por lo inverosímil de la confesión: “La felicidad en el matrimonio es cuestión de suerte” (Pag. 31) ¡DE SUERTE! ¡Una bofetada BRUTAL! ¡Por supuesto que es una cuestión de suerte cuando no conoces a la persona con la que te estás casando! ¡Faltaba más! La resignación de ella es lo que más nos hace colisionar con la lectura; el sabor amargo que nos llega hasta la boca al percatarnos de una idea en sí tan retrógrada e inocente. Tan normal en aquel entonces. Tan típica incluso hoy, donde aún prevalecen sociedades en las que el matrimonio por interés se posiciona por encima del matrimonio por amor y hay quienes tienen que aprender a convivir con la persona que les tocó por suerte. A la vivaz de Lizzy aquello le suena a mentira; se lo hace saber, le explica que la vida no necesariamente tiene que existir al borde del purgatorio matrimonial. Es una mentalidad que la hija de los Bennet defiende hasta la última página; no por nada rechazó a su primo Collins cuando éste se le declaró, en uno de los momentos más cómicos tanto por la sorpresa inaudita de ella como por testarudez reflejada en el extenso sermón —¡y vaya que fue un sermón!— que brotó de tirón de la boca del desgraciado chico.

Hermosa edición de Barnes & Noble.
Pero en esta multiplicidad de personajes existe dos que se roban el libro de una manera tan sobresaliente que no me queda sino rendirme a sus pies y a los de Austen por la titánica tarea de crear a protagonistas tan complejos como psicológicamente fascinantes. Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy —una de las parejas más icónicas de la Literatura Universal— centralizan su relación entre las páginas con una inteligencia que sobrepasa el simple entendimiento para dar paso a un vínculo que irá naciendo conforme el libro mengua hasta desembocar en un final tan tierno como esperanzador. Es aquí donde se derrumba mi idea de imaginar las narraciones de Austen como arquetipos de la nóvela romántica contemporánea. Nada más lejos de la realidad: las frases cliché no tienen cabida en sus líneas.

Elizabeth Bennet (Lizzy) acarrea desde el inicio el papel principal de la historia con una rebeldía difícil de digerir para la época de la regencia. Y no es que fuera grosera, sino directa y testaruda sin rozar siquiera la mala educación; si me lo preguntan, se necesita arte para eso. El baile para recibir a los Bingley y compañía le regala a Lizzy la oportunidad de tener una idea general de los recién llegados, formulando sus primeras impresiones sobre ellos. Estudiar personalidades siempre se le había dado bastante bien. El asunto no hubiera pasado a mayores de no ser porque el mejor amigo de Charles rechaza a Elizabeth sin saber que ésta lo había escuchado. El orgullo de ella se hiere, pero intenta que eso no le amargue la noche, a sabiendas que al terminar la velada prevalecería la idea que ya se había formulado del joven Darcy con escasa anterioridad debido a su hostil comportamiento: era un individuo arrogante, reservado y desdeñoso.

La complejidad de Elizabeth recae en su actitud ante la vida. Me ha enamorado, tanto su franqueza, como el poco reparo que tiene para expresar una opinión a expensas de que sus palabras puedan resultar punzocortantes para quien las reciba. Es una postura que le aporta una fortaleza que ella equilibra con delicia en sus relaciones sociales. No posee la credulidad de Jane, ni la sequedad de Mary, ni mucho menos la hiperactividad de Kitty o Lydia, por lo que su perfil difiere mucho respecto a sus hermanas. Probablemente sea eso lo que la convierta en la consentida de su padre, considerándola más sabia y madura para tomar decisiones importantes. Ésta marcada diferencia de sus familiares es lo que nos ayuda a saberla protagonista, abarcando más su punto de vista que el de cualquier otro personaje que se asome entre las páginas. Es fascinante ver cómo sus pensamientos se filtran con viabilidad, moldeándose a las situaciones que así lo requieran. Y es su encuentro con George Whickham el que deja en evidencia una de sus debilidades (la cual también se hace evidente en el primer baile, pero pasa desapercibida por el insulto de Darcy): juzga con superficialidad a una persona cuando ésta le inspira compasión (o desprecio). Lizzy no puede neutralizar sus pensamientos tanto como lo hace su hermana mayor —mejor amiga y confidente— Jane. Whickham la engaña con alevosía, abusa de su defecto, oculta sus miserias y se aprovecha de la ceguera momentánea de la chica. Si no hubiera sido de ese modo, la carta donde Darcy le explica la verdadera personalidad de Whickham no hubiera calado en ella tanto como lo hizo. Por inercia, también se anularía la cateresis que llevó al perdón del primero y la apostasía hacia el segundo. La relación con su primo, el clérigo Mr. Collins, terminan por manifestar sus principios, mismos que chocan con estruendo al compararlos con las conservadoras ideas de su propia madre, quien casi monta un drama memorable cuando su hija decide rechazar la mano del familiar que podría salvarlas del desalojo en Longbourn. A pesar de eso, la obcecada chica jamás da su brazo a torcer y se mantiene firme en su decisión al no sucumbir ni a los caprichos de su progenitora ni a los intereses personales del propio Collins, poseedor de tal grado de nerviosísimo, indecisión y desconfianza en sí mismo que incluso el padre de Lizzy no se atreve a digerirlo de buena gana.

Y es que Elizabeth Bennet no es sólo inteligente y sagaz, sino transparente. No aparenta ser alguien que no es; no esconde su sentir, ni sus pensamientos ni sus ideales. Está lejos de las dobles personalidades y hay algo de orgullo en su manera de ver el mundo que resulta de suma atracción para quien se tope con ella. Es algo que incluso la despreciable Lady Catherine de Bourgh admitió en la charla que mantuvieron en aquella incómoda reunión. Pero en contraposición a estas mil quinientas cualidades, Jane Austen nos presenta la otra parte de la mitad, aquel personaje sin el cual esta novela no hubiera tenido ni la profundidad ni el esplendor que doscientos años después aun podemos percibir entre sus páginas: Fitzwilliam Darcy, señor de Pemberley y poseedor de una cuantiosa fortuna, viene a revertir el prototipo del hombre perfecto cuyas virtudes generalmente opacan todos sus defectos. Austen lo presenta como un hombre que irradia tal soberbia y prepotencia que desde el primer momento consigue ganarse el desprecio de los asistentes por su nula socialización y lo indiferente que parecía resultarle aquella ceremonia de bienvenida. Darcy logra mantener con indudable admiración esa cara de cinismo a lo largo de la primera parte del libro. Sin embargo, conforme la narrativa avanza, pequeños guiños se cuelan hasta los oídos de Lizzy (generalmente provenientes de terceros) que poco a poco harán desmoronar la primera impresión que ella dedujo en el lastimoso baile, conduciendo al perdón total en una extensa carta donde él resume confesiones que guardaba sepulcralmente dentro de sí, derrumbando las gruesas murallas que Elizabeth levantó entre los dos. Lizzy descubre de manera lacerante que el joven orgulloso estaba lejos de ser grosero; que sus silencios en sociedad no era un síntoma de odio sino de timidez extrema y que su reservada personalidad estaba justificada por traiciones de viejas amistades ambiciosas.
[Como una persona totalmente introvertida jamás habría imaginado que algún día sería capaz de simpatizar tanto con un personaje clásico; pero lo he hecho con él por su incapacidad de entablar conversación con gente que no está dentro de su círculo íntimo. Las personas lo definen como enojado, cuando en realidad sólo es tímido, lo cual es el pan nuestro de mi propia existencia. Además, ¿en qué clase de mundo vivimos como para que el silencio de una persona sea sinónimo de enojo? ¡Qué pocas cosas cambian en 200 años, eh! XD]   
Es en el baile de bienvenida donde establecen  sus prejuicios (él no la vio demasiado atractiva; ella lo consideró arrogante) pero fue durante la estancia de Lizzy en Netherfield al visitar a su hermana enferma donde les vimos interactuar de manera directa por primera vez. La conversación más extensa que mantienen es, por sí sola, una lluvia de lucidez y orgullo; de hecho, el tema central es éste último. Pero antes de eso existe un ligero debate sobre cuán educada debe ser una mujer para ser considerada instruida; sus opiniones difieren y si bien la balanza jamás termina por inclinarse a ninguno en particular es Miss Bingley quien termina por llevarse una directa bofetada intelectual por parte de Darcy que deja zanjado el tema hasta la llegada de los Bennet, al día siguiente, para converger dos capítulos después cuando Elizabeth y Caroline intentan encontrar en vano un defecto en la personalidad de Darcy, y que concluye con los diálogos que encabezan este escrito. El tentativo empeño de Lizzy de desentrañar la verdadera apariencia detrás de esa máscara de frialdad con la que el joven se esconde da como resultado una comparativa de caracteres que ella misma percibe en el baile de Netherfield donde él le invita a bailar una pieza en la que imperan los silencios incómodos y el descaro de sus propias afirmaciones sólo para descubrir que son más parecidos de lo que jamás imaginaron; eso, junto con la mención de Whickham, solventa el fin de la charla, del baile y de las ganas de volver a verse otra vez en la vida.
—¿Suele usted hablar cuando baila?
—En ocasiones. Es preciso hablar un poco, pues de lo contrario parecería extraño estar juntos en silencio durante media hora; pero, en beneficio de algunos, la conversación debería desarrollarse de modo que se diga lo menos posible.
—¿Se refiere usted en eso a sus propios sentimientos o piensa que complace los míos?
—Las dos cosas —contestó Lizzy con ingenio—; porque he comprobado que nuestros temperamentos se parecen. Ambos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar a menos que esperemos decir algo que deje boquiabierto a quien escucha y pase a la posteridad con el brillo de un proverbio. 
(Orgullo y Prejuicio, Jane Austen; Cap.18|Pag.111)
Sin embargo, vuelven a verse, esta vez en la casa de Lady Catherine de Bourgh, tía de Darcy y futura suegra (casi por obligación). Es allí, a los pies de un piano donde él se sincera ante ella: no tiene la habilidad de socializar. Para ese entonces él ya la amaba. De no haber sido por su mediocridad al comunicarse o por su falta de habilidad para poner orden a tales pensamientos y exponerlos, no le habría tomado demasiado tiempo confesarle cuánto la quería. El momento se truncó incluso en su fugaz visita a la casa de los Collins, donde sabía que podría encontrar a Lizzy sola. La proposición llegaría más adelante; ahí mismo. El particular momento estuvo tan atestado de angustia que la lectura resultaba asfixiante y perturbadora. Se dijeron infinidad de cosas en tan poco tiempo que el exceso de confesiones sofoca por su feroz franqueza como por la complejidad de emociones que experimenta Elizabeth al escucharlo confesar su amor con tal impaciencia poniendo ella el mismo ímpetu en rechazarlo. Los malentendidos se sobreponen a la moralidad y arrastran el dolor hasta que más tarde Darcy le entrega la carta a Lizzy donde explica las razones que para ella resultaban reprobables en el joven: el esfuerzo que puso en separar a Bingley y a Jane, y la molestia que él mismo siente hacia George Whickham. A la necia de Elizabeth Bennet le faltaba escuchar la otra mitad de la historia, esa que concernía al heredero de Pemberly y los motivos personales que lo orillaron a despreciar con profuso rencor al soldado auto-victimizado. La carta sirve como pipa de la paz ante la incomprensión de una chica cuyo orgullo personal sobrepaso sus más ligeros prejuicios —vaya la redundancia del título—, o más bien, los ensalza hasta sonar inverosímiles. El sentimientos de culpa de ella llegó después, cuando supo por otros quién era el hombre detrás de las diez mil libras al año, dueño de la mitad del condado de Derby y poseedor de un carácter tan críptico como irreconciliable con su primera impresión de él, la cual termina por alcanzar su esplendor total cuando Lizzy visita su mansión creyendo que Darcy no se encontraba ahí. Los encuentros posteriores destruyeron poco a poco la seca personalidad con la que se escondía para dar paso a su nobleza hacia los demás, además de un profundo carisma que sólo sus más cercanos trabajadores y conocidos eran capaces de ver. Quizá por eso la confesión definitiva nos supo dulzona y tierna; perfecta para ellos más que para ninguno de nosotros.

El cenit de esta peculiar relación recae en los ingeniosos diálogos que se apiñan sin piedad en la mente del lector cuando entablan una conversación que generalmente tiene como resultado la capacidad de opacar a los demás. Y es que tanto ella como él son dueños de un talento empírico para formular opiniones repletas de sarcasmos que les incomodan tanto como los molestan. Son esas charlas ponzoñosas que acarrean consigo tanta tensión irrespirable que más de una vez tuve que regresar páginas para corroborar si acaso se habían insultado de una manera tan deliciosamente inteligente. Tales insultos no son necesariamente mentiras sino verdades que, en boca de otro, se sienten como educados escupitajos propios de un amargo humor inglés que está lejos —pero lejísimos— de resultar placentero para quien los recibe. En los capítulos finales la formalidades se derriten con una facilidad palpable y sólo nos queda la esencia de ambos, una relación nacida de los malos entendidos que derrochan con brillantez incluso ahí donde el epílogo amenaza con terminar. Austen enamora, tanto por su prosa como por los encargados de protagonizarla y por el entendimiento que los eclipsa, al ser dos seres que en otras circunstancias colisionarían con sus propios prejuicios, infundados por apariencias superficiales. Pero no, la novela cumbre de la autora inglesa, consigue mostrarnos una evolución atrayente resolviendo los cabos sueltos que se dibujan en su obra y nos ayudan a  congeniarla con el resultado final que es por demás perfecto, justo para su época y capaz de traspasar la frontera de los siglos (de éste y de todos los que vengan).

Notas extras:

  • No es un clásico que recomendaría a jóvenes de 15 ó 16 años que no estén acostumbrados a la lectura. Muchas bromas e indirectas pasarían inadvertidas y esas son, en parte, una de las esencias mismas del libro; lo que lo hace tan exquisitamente delicioso. En serio, hay gente que no entiende el sarcasmo cuando no hay un hashtag que así lo afirme. Soy de las que piensan que si no te ríes dos o tres veces al leer la primera página de Orgullo y prejuicio te estás perdiendo muchísimo de la historia. En ese caso, cierra el libro, lee otros más sencillos y un par de años después regresa para intentar leerlo otra vez. El método funciona; a mí me funcionó. :)
  • Necesito otra edición de este mismo libro. Si es posible más barata, pero íntegra. Lo quiero garabatear, subrayar y realizar anotaciones a mi antojo. Empecé leyendo esta edición con una libreta en mano y al final terminé con cuatro hojas atiborradas de palabras claves junto con la página en la que se encontraban para poder leer aquellas frases tan geniales así que... el motivo es de sobras ¿no? XD 
  • Por otro lado, para comenzar a leer libros clásicos éste sería un buen comienzo. Es ameno, interesante, nostálgico; sin esos diálogos tan estilizados que no suelo digerir bastante bien, ni frases demasiado cursis o trilladas como para salir huyendo despavorida a la primera oportunidad que se me presente. Tampoco la considero una novela romántica así a secas, tiene toneladas de crítica social que acaparan todo el romanticismo al que estamos acostumbrados.
  • He visto la adaptación cinematográfica del 2005, protagonizada por Keira Knightley y Matthew Macfadyen. Físicamente para mí ellos han sido Lizzy y Darcy desde que la película se estrenó en la gran pantalla hace 10 años (aunque jamás la vi porque los dos cines que había en la ciudad cerraron un par de años antes) así que, en honor a eso, me pareció justo visualizarla por primera vez después de leer el libro ¡Y me ha parecido maravillosa! No tengo la más remota idea si la obra es de la simpatía de los más acérrimos fans de Austen (lo dudo, de verdad) pero personalmente la encontré fascinante. Ya sabemos que no es fácil adaptar un libro de cientos de páginas a un largometraje de dos horas y media pero siento que el film consigue abarcar la esencia misma de la obra y sobre todo de los personajes: una Elizabeth Bennet vivaz y esplendorosa que junto con el estoicismo y el porte reservado de Darcy logran robarse la película de una manera hermosa y tierna conforme sus cualidades se exponen poco a poco hasta derretirse sobre la pantalla. No soy una chica de películas, todo el mundo lo sabe, pero esta ¡PFFF! Creo que la vi tres veces en dos días… ¡Déjenme, me voy a poner cursi! XD
  • No he visto la adaptación de la BBC de 1995 pero tengan por seguro que la conseguiré antes de que termine este año porque ¡Colin Firth es Darcy! Sí, el bueno de Colin podría ser mi padre pero REPITO: ¡COLIN FIRTH ES DARCY! ¡I’M DONE!


¡Quiero una taza que diga esto! :D

24 nov 2014

"Incluso después de haber apagado la luz"

Post íntegro de @Inti en Esquizopedia.
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¡Ay la pereza, mi entrañable amiga! Si este blog no ha muerto es porque lo quiero muchísimo (y lo amaré por siempre, de eso pueden estar seguros), pero de eso a escribir uno o dos post a la semana ya me parece una tarea titánica. No podría. Tampoco es que quiera hacerlo, claro. Antes, cuando era estudiante y vivía en otra ciudad —más grande, más tosca, más excesivamente depresiva— escribía para no sucumbir a la tristeza de verme en un mundo que nunca me resultó familiar. Este blog nació a escondidas. Una madrugada calurosa de agosto en la que soñaba ingenuamente con congelar el tiempo y expresarme, aunque fuera torpemente, sobre aquello que me movía; lo que me inquietaba, lo que me hacía sentir viva. Han pasado más de 7 años desde aquel día, pero aun hoy ese primer post se asoma con ternura entre tanto presente distinto. Al final conseguí congelar el tiempo, plasmar con un poema que no era mío y una vieja fotografía de mis abuelos, un sentimiento que estaba ahí presente. Un cariño tierno a los ancianos de la foto; a la que se fue y al que se quedó con lo huraño de sus años.

Ahora ya no estudio; trabajo. Y las ciudades cambian y la gente también. El tiempo se hace más pequeño y es cuando comienzas a entender a las personas que sueñan con días que tengan más de 24 horas. Mi trabajo no es físicamente agotador pero mentalmente me exprime toda clase de energía después de estar ocho horas interactuando con personas. Es tan absurdo que dudo que alguien me entienda. Cuando estudiaba Medicina Veterinaria tomaba dos autobuses para llegar a mi destino; audífonos puestos, celular con mi música favorita y un asiento al lado de la ventana en un transcurso de 40 minutos de ida y otros 40 de regreso me daban el tiempo suficiente para pensar en una decena de cosas que podía escribir en mi blog. Mirándolo en retrospectiva, era hasta terapéutico. En las ocho horas que estaba ahí afuera: calle, universidad, calle, casa, interactuaba aproximadamente con cinco o seis personas (incluyendo a los choferes de los autobuses y a la señora de la cafetería). Era perfecto. No había una multi-saturación interactiva con personas. Nada de 60 clientes al día.

Abro un paréntesis: no es que me dé miedo la gente, es que si tuviera que elegir entre hablarles y no hablarles preferiría no hacerlo ¿Y por qué preferiría no hacerlo? Porque no me interesan. Llevo 26 años en este mundo y aun no sé cómo hacer para que la gente me interese. No es que me resulten indiferentes, eh. Si hay algo que no tolero en la vida es el sufrimiento humano en ninguna de sus formas y si tuviera que privarme de algo que está a mi alcance para que otra persona lo tenga, lo hago sin dudarlo. Lo he hecho varias veces. Pero de eso a “me importa muchísimo cómo te va en la vida” pues no. Quizá por eso no tengo amigos. En primera, porque no quiero tenerlos. En segunda, porque no me interesa tenerlos, ni siquiera por curiosidad. Y en tercera, porque hay un punto en la que no me interesa saber más de esa persona. Es como una barrera. Siempre he tenido la duda existencial de saber si, cuando la gente pregunta “¿Cómo estás?”, lo hace porque de verdad le importas o simplemente por mera cortesía (como yo) ¿Será eso egoísmo? Soy de las que no dudan en ceder el paso a otras personas en una fila, o levantarme para darle el asiento a una persona mayor o una mujer embarazada. Me gusta tratar a la gente como a mí me gustaría que me trataran (para mí esa es una regla de oro); sobre todo porque las personas que me rodean no tiene la culpa de mi extraña forma de ser y tampoco pretendo que se sientan mal por mi incapacidad para empatizar con ellas. Es decir, seré muy inútil para varias cosas pero con el tiempo entendí que la mentira social (mentir por educación para no ofender por sinceridad) existe por un motivo. Eso sí, mi amabilidad termina donde comienza tu insulto XD.

Anyway, me estoy desviando del tema porque así de consistente soy yo. Esto no es una queja, ni siquiera creo que sea una justificación. Sólo una aclaración. Jamás me cansaré de este blog y por muy solitario que parezca a veces regresaré mientras ambos tengamos fuerza y vida. Es mi refugio, mi isla desierta personal e imperfecta. Me fascinan sus desfases a la hora de actualizarlo y lo variado de sus post. Nunca he querido que se centre en una sola cosa sino en cosas random que me pasan, veo, leo o escucho. Una variabilidad del ciber espacio, siempre cambiante y siempre presente. Siempre despierto aunque parezca dormido. De vez en cuando se me viene a la mente aquella carta de @Inti donde sentenciaba que “Bloggear es un acto de rebeldía” y remataba con un “Así que acéptalo, eres un blogger, y seguirás siéndolo incluso después de haber apagado la luz.” Que así sea, camarada. Que así sea. :)

Otras cosas:
  • Netflix es la octava maravilla del mundo y mi teléfono celular es la novena… Ahí he estado todo este tiempo xD.
  • Comencé viendo The Following y terminé sumergida en Ripper Street. Luego les explico por qué.
  • Ya tengo mi opinión de Orgullo y Prejuicio escrita, revisada y almacenada en el blog. Se publicará en los próximos días y ehm, ADORÉ ESA NOVELA, ADIÓS.

1 nov 2014

All that was good, all that was fair, all that was me is gone...

Fanposter de la serie de Starz.
Outlander nos trae como protagonista a Claire Beauchamp (Caitriona Balfe), una enfermera inglesa de combate que, una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, decide realizar una segunda luna de miel con su esposo Frank Randall (Tobias Menzies), miembro del servicio secreto británico, con el objetivo de recobrar el vínculo que se truncó debido al conflicto. El destino de su viaje es Escocia, guiados por la curiosidad que Frank tiene sobre un antepasado en concreto: Black Jack (Tobias Menzies), un sádico soldado que jugó un papel importante en la rebelión de los jacobitas. La noche del 31 de octubre ambos se cuelan de incognito a Craigh na Dun, un monolito situado cerca de la ciudad de Inverness, para ser testigos de un ritual que las druidas de la localidad realizan justo antes del amanecer en esa época del año. Horas después, Claire regresa a ese mismo sitio con el objetivo de reconocer una flor que en su primera visita desconoció. En un momento dado de su estancia escucha un misterioso sonido proveniente de la estructura central del conjunto de piedras y, al acercarse y tocarla, recibe un choque de energía que la deja inconsciente y aturdida por un momento. Al reaccionar se da cuenta que está exactamente en el mismo lugar pero en la época equivocada… Ha viajado 200 años en el pasado.

A veces uno tiene ganas de ceñirse sobre una serie de televisión que no pueda ser encasquetada a la fuerza en un específico género. Outlander viene para romper ese esquema en mi mente que estipula que todo puede ser englobado en una única palabra. Claire Beauchamp, en cuyo personaje recae la historia central y la existencia misma de este absurdo accidente del espacio-tiempo, se introduce con agilidad y elegancia —no más de la que le permite el momento— a una escena bizarra que incluye a escoses desaseados, un joven herido y una chimenea que consume trozos de madera ardiente que crujen tanto como la hostilidad de la mitad de los hombres que le rodean. Una mujer inglesa, pensarán; y quizás un tanto arrogante para variar. Sin embargo, no es aquí donde ella nos es introducida. Sobre Claire recae la voz en off del programa en su primera etapa; la misma que nos guía con cadencia desde el principio, evocando esa narrativa críptica que Diana Gabaldon ya se había empeñado en escribir en papel hace más de 20 años: “La gente desaparece todo el tiempo…” sentencia la frase que lo inicia todo. Sassanach (01.01) entra de lleno al enigma de lo indómito y abre un paréntesis que amenaza con no cerrarse jamás; guardando la incógnita de los viajes en el tiempo para adueñarse de toda explicación inverosímil que pueda surgir al respecto. Pero basta decir que, apenas aparecen en la pantalla las Tierras Altas de Escocia con ese insondable monólogo de la mujer desaparecida, ya empiezas a creerte cualquier idea de nigromantes, duendes y desfases que te venga a meter en la cabeza cualquier juglar tradicional. Tres estrellas en la frente se merece el bastardo de Ronald D. Moore sólo por esto.

Paisajes inhóspitos que nos recuerdan a las mejores obras de Tolkien o Stevenson, con una fotografía que acojonan un poquito el alma y otro tanto las entrañas, no sin olvidarnos de la música, protagonista misma que corre a cargo del buen Bear McCreary. Y es que McCreary reinventa la icónica Skye Boat Song para regalarnos el opening del año. Con una secuencia de imágenes que se tragan el alma apenas acaparan los pixeles de la pantalla. Que confunden, que nutren, que alientan la curiosidad del producto final, de la incógnita pesquisable de no saber qué está pasando ni dónde. El baile de las druidas mezclado con retazos del pasado tan pasado y del pasado del siglo XX hipnotiza con grosería mientras las gaitas lloran con el eco de tambores y de sangre. Sublime hasta rozar la perfección.

Estas cosas generalmente no suceden. Amar a una serie suele tomar un puñado de episodios; meterte de lleno en la trama quizá una temporada entera, pero de vez en cuando te encuentras con estas joyitas personales y agradeces en silencio por eso. Volví a rencontrarme con ese exótico amor a primera vista seriefila que sólo experimenté a los dos minutos de ver el primer episodio de Sherlock (BBC) un par de años atrás.

Black Jack
Está de más decir que Claire cumple con creces con el papel que trae a cuestas, y lo hace en gran parte porque Sassanach (01.01) embelesa con su historia una trama que no logra despejar sino hasta el arco final del episodio, donde el giro argumental la ubica en un terreno que ella cree familiar pero equívoco. Resulta por un lado especial y por otro aberrante el primer encuentro que la mujer tiene con Black Jack a las orillas del riachuelo, confundiéndolo con su entrañable Frank, antes de que todo nos provoque una catarata de emociones repulsivas al comprobar que, lejos de dureza, el viejo casaca roja destila un visceral odio. Pero la monstruosa personalidad de Jonathan Wolverton Randall no alcanza su perversión máxima sino hasta que The Garrison Commander (01.06) le da la oportunidad de confesar su apología al sadismo extremo. Mismo que lo llevó años atrás a aporrar con creciente excitación la espalda de un joven escocés una semana después de haber sido castigado de la misma forma por otro soldado inexperto que lo despellejo por su inexperiencia con la condena física. Heridas sobre heridas que Claire trata de no visualizar —a pesar de que conoce las cicatrices que pueblan ese cuerpo— para no vomitar sobre la mesa tanto como nosotros frente a la pantalla (en uno de los flashback más perturbadores que no le pide nada a La Pasión de Gibson) por la empatía establecida con el protagonista a lo largo de los seis episodios anteriores. Y es aquí donde Randall esgrime su manifiesto, y lo hace de una manera tan aterradora que resulta anormal sentir un poco de simpatía por un opresor tan veleidoso. Claire ingenuamente lo intenta, seguramente guida por la necesidad de descubrir una migaja de Frank en lo profundo del subconsciente de su antepasado sin conseguirlo; tratando de destapar capas invisibles que no cederán ni un ápice y que desembocarán en un golpe en el estómago que la sofocará casi hasta la inconsciencia. Randall entonces se cataloga por sí solo como uno de los villanos más infames con lo que me he topado alguna vez. Psicológicamente hablando volatiza la depravación a tal grado que ridiculiza todo lo bueno y minimiza la redención hasta hacerla parecer imposible, mientras deja en el aire la incógnita de su aborrecible personalidad y promete convertirse en algo más que un simple demoledor de cuerpos o conciencias. Estoy segura que Black Jack dará muchísimo de que hablar en la segunda mitad de la temporada, y terminará de estallar en los últimos episodios de la misma con una apática elegancia… Que dios nos agarre confesados.

Por muy inglesa que Claire sea está de más decir que, en el siglo XVIII, su lugar está muy en Escocia, rodeada de su gente, sus bizarras costumbres y sus exóticas tradiciones; y este contraste no se hace notorio hasta que la vemos interactuar con soldados de su patria y el representante de un clan escocés. Si bien la protagonista y el villano se retuercen en un mismo engranaje emparentado con su esposo es aquí donde ella se siente más débil, eclipsada por la amargura de Randall a pesar de que intenta no perder la compostura y mostrarse a la altura de las circunstancias. Pero moviéndola de escenario Claire brilla con luz propia, ya sin sentirse opacada por la oscuridad que destila el soldado inglés.

Sam Heughan & Caitriona Balfe.
El highlander James Fraser (Sam Heughan) aparece para contrarrestar el nepotismo de Randall y para solventar con inocencia la personalidad de un protagonista que en un principio debería no serlo. Y es que el adorable de Jamie —prototipo en peligro de extinción de lo que debería ser un ser humano— acarrea consigo un pasado un tanto oscuro que lo llevó a ser prófugo de la justicia, ya sea por intentar salvar a su hermana de una violación o por robar un pedazo de pan para poder comer. La obsesión enfermiza que Black Jack siente hacia él desemboca en otro sentimiento nauseabundo que, como espectadores, sólo consigue erizarnos la piel entre confesión y confesión. Jamie viene a romper el esquema del soldado duro y asintomático que cuela su estoicismo entre la educación marcial y la de su casa, dotándolo de un carisma abrazador sin caer en el infantilismo, que a su vez fusiona con dulzura el vínculo que crea casi al instante cuando se topa con Claire por primera vez. Es entonces aquí donde nos remontamos de nuevo a la escena de la cabaña, la chimenea, los montañeses sucios y el hombro dislocado del joven. La enfermera Claire, que debería de quedarse callada, no lo hace. Clama por congelar el tiempo antes que la imprudente inexperiencia de los hombres escoceses termine por destrozarle el brazo al muchacho que se traga el dolor a base de alcohol mezclado con su propia adrenalina. Admito que nunca había visto tanta tensión sexual en el reacomodo de un hueso dislocado.

Es quizá esta relación forjada a base de dolor, incógnita y simpatía mutua lo que se lleva gran parte del reconocimiento en Outlander, consiguiendo con ello un interés que, por experiencia sabemos, resulta ser una bomba de tiempo que al final nos puede gustar o no. Y es que la primicia de esta primera parte de la temporada recae en el matrimonio forzado que éstas dos personas deben realizar para evitar que Claire sea entregada a los ingleses y por lo tanto a la tiranía de Randall. El suceso en cuestión no es que exprima la imaginación, sino que da lugar a una situación que bien podría encasquetarse en el género del fanfiction si la tensión sexual no-resuelta se hubiera alargado temporadas enteras, tal y como suele suceder entre los protagónicos de otras series. No, Outlander nos ofrece la premisa de ver primero un matrimonio y paso a paso el enamoramiento, lo que da como resultado una cantidad de escenas que van desde la diversión más inocua hasta el más dolorosos de los castigos (espero con ansias los próximos episodios para ver cómo llevarán a la pantalla un momento que en el libro resultó polémico). Está de más estipular sobre lo desconocido, pero hasta la fecha resulta fascinante cómo han mostrado la evolución de esta pareja en particular y la de todos en general. Los primeros episodios se enfocaban tanto en Claire y su adaptación al extraño entorno que le rodea que por momentos nos olvidamos que Jamie también anda merodeando por el castillo. Sin embargo, cuando se topan por casualidad o comparten una escena juntos eclipsan todo lo demás, robando la atención de medio mundo. La particular escena de la enfermería o la de la Iglesia Negra, ambas en The Way Out (01.03), nos ayudan a entablar un vínculo hacia ellos que se crea a base de sonrisas y miradas desde el primer episodio y que continúan cayendo en los posteriores: la huida frustrada por los establos del castillo, el joven caballero durmiendo a las puertas de la dama para evitar que un malintencionado irrumpa en la habitación, o la breve conversación que mantienen al final de The Garrison Commander poco después de que se ha establecido el convenio para casarlos y que confluye con naturalidad a The Wedding (01.07) donde la intimidad sexual entre dos personas nunca se había guiado por el suspense con tanta cotidianidad, respeto y dulzura en los tres actos que componen uno de los momentos cumbres del libro, ayudando con ello a envolvernos en una agónica incertidumbre que nos acompaña en el sobrecogedor final de mitad de temporada, siendo Both Sides Now (01.08) el encargado de dejarnos un sabor amargo en la boca por los próximos seis meses (¡vaya parón, eh!).   

Imagen promocional de la serie: Jamie & Claire. 

Hablemos de los secundarios, que ignorarlos sería una grosería: Colum MacKenzie (Gary Lewis), líder de su clan y tío materno de Jamie, prodiga una presencia neutral al entorno que Claire encuentra desde que arriba al castillo de Leoch, no sin olvidarnos de su aspecto cansado por culpa de su malgastado cuerpo castigado por la picnodisostosis que le ha encorvado las piernas de manera grotesca, sumiéndolo en episodios de dolor que se traga a base de orgullo y silencios. Pero Colum no necesita de palabras cuando se trata de expresar un sentimiento; somos testigos de esto en la magnífica escena que comparte con Jamie cuando este va a presentar sus votos en nombre de su clan en The Gathering (01.04) donde su rostro fue un abanico emocional tan fuerte y contundente que la tensión se podía masticar. Está demás decir que en este programa las miradas hablan toneladas. Para cuando ese mismo episodio llega a su punto cumbre tenemos a un hombre agonizando a los pies de Claire y en los brazos de Dougal MacKenzie (Graham McTavish), hermano menor de Colum, que envuelve la escena con una atmósfera angustiante que nos acompaña hasta el último respiro del herido. Dougal es otro personaje cuya ambigüedad no me permite crearme una imagen sobre su posición o condición. Parece ser que cuando está ebrio la moralidad se le retuerce tanto que se convierte en otro. Han existido dos específicas ocasiones que me causa tanta repulsión como persona y ambas incluyen a una Claire que se queda tan anonadada como nosotros. Por otro lado, Murtagh Fraser (Duncan Lacroix), padrino de Jamie, deja al lado el aspecto andrajoso atiburrado de tierra lodosa para presentarse como un hombre de pocas palabras pero mucho sentimiento. Un tipo que se hace el duro, pero ablandado por los nobles ideales que le mueven y el cariño que le tiene a su ahijado. Rupert (Grant O'Rourke) y Anghus (Stephen Walters) forman el dúo gracioso de las tierras altas y aunque en un principio Claire los traía odiados hasta la coronilla es de admirarse lo bien que se han acoplado con el paso del tiempo. La profesión de Geillis Duncan (Lotte Verbeek), que va entre la herbolaría y la brujería, la dota de una incertidumbre que no podría definir como malicia pero consigue el efecto suficiente para entender que sabe más cosas de las que nosotros conocemos y eso incomoda un poco. Pregúntenle a Claire. Personajes como la señora Fitz,  Willie, Alec, Ned etc. también han su momento para aparecer y jugar su papel con bastante dignidad.

SEIS MESES Una eternidad es lo que nos separa del lejano 4 de abril del 2015, fecha en la que levantará de nuevo el vuelo ésta serie que viene a romper moldes e incluso trasmuta con pasión la sexualidad que otros show muestran sólo para despertar la polémica. Outlander se posiciona por derecho propio como la mejor serie de televisión que he visto a lo largo del 2014 y digo esto cuando sólo he visto la mitad de temporada y faltan tres meses para terminar el año. Como show televisivo, toma con gentil respeto una saga de libros reconocida dentro de la literatura contemporánea desde hace un par de décadas y recrea con digna justicia la Escocia del siglo XVIII sin reparos de por medio. Si Outlander nos regala con constancia episodios a la altura de The Garrison Commander (arquetipo que trasmuta con cadencia un mismo escenario con una pluralidad de sensación que recae casi en su totalidad en sólo dos actores) o The Wedding (cuya línea de tiempo es estructurada de tal manera que resulte todo lo contrario al episodio anterior, y no nos asfixie, sino que nos transporte al exterior para no sentir la opresión de la intimidad que se respira en esa habitación) entonces está de más decir que esta serie me tendrá a sus pies hasta el fin de los tiempos.  

OTROS DETALLES:
—Un trabajo impecable el que realiza Tobias Menzies con ambos papeles. Frank tiene carácter, pero Black Jack se lleva las palmas a tal grado que con sólo verlo me resulta aberrante.

—He estado leyendo el primer libro de la saga Forastera de Diana Gabaldon en PDF porque al parecer jamás han sido comercializados en México (¡vaya truño, oye!) y mira que me está gustando mucho. Es bastante curiosa la facilidad con la que te introduce a la historia con tanta naturalidad y elegancia explicándote todo conforme la trama avanza. Influye mucho el punto de vista de Claire, pero también resulta agradable ver cómo Escocia se convierte en una protagonista más sin darte cuenta de en qué momento el paisaje te llegó a importar tanto. Vale, aun no termino el libro y realmente no sé si quiero terminarlo. He visto primero los ocho episodios de la serie y después he leído hasta donde se han quedado en el episodio 8 y he disfrutado a rabiar la adaptación tan extraordinaria que han hecho al contrastarla con el mundo de Gabaldon. Por el momento he detenido la lectura porque me niego a sufrir en el mundo de las comparaciones sobre qué producto es mejor o cuál escena me hubiera gustado ver en TV. 

—El fantasma de Jamie en el primer episodio me conmovió al instante y sentí cómo se me quebraba el corazón al verlo. Yo no sabía que muchos ignoraban que el joven escocés que Frank ve en la calle mirando hacia la ventana del hotel era Jamie. Sinceramente pensé que todos lo sabían porque una de las primeras imágenes promocionales que vi fue esta y bueno, lleva exactamente la misma ropa que el fantasma así que… XD. De cualquier forma me intriga saber por qué está ahí ¿Está viendo a Claire? ¿Por qué? ¿Si no muere a los 24 años entonces por qué esa es la edad que tienen en ese momento? ¿De verdad Gabaldon no se dignará a darnos esta explicación hasta que concluya toda la saga?   
—Sí, me parece correcto lo mucho que han incluido a Frank en la serie de TV y también el punto y aparte que están poniendo sutilmente entre el punto de vista de Claire y el resto del mundo. Ya lo vimos durante el episodio de la boda, donde Jamie le relata a ella las tres condiciones que puso para que el evento se llevara a cabo. En Both Sides Now (01.08) fue justo mostrar cómo fue la vida de Frank días después de la desaparición de su esposa, porque sí, quizá el tipo pecaba un poquito de egoísta pero no es malo y tampoco se merecía tanta incertidumbre.

—Una mención especial a Hugh Munro (Simon Meacock) un personaje que con cinco minutos en pantalla y sin decir un solo dialogo logró ganarse la simpatía de todo el fandom. Posee una de las miradas más trasparentes y expresivas que he visto alguna vez. Sencillamente estremecedor. Mis respetos. Fabuloso... Podría escribir una saga sobre él.  ^_^