Dante,
mi laptop, es un universo entero de imágenes multiplicadas por mil. Fotografías
repetidas una y otra vez cuya única distinción es sólo el tamaño o cierta
edición sencilla. No hay organización alguna ni distribución específica. Dante
es un caos difícil de procesar; una indigestión informática de pixeles repetidos
al azar. He intentado muchísimas veces organizarlo, darle estructura y orden;
algo de coherencia en una maraña de hilos anudados. No lo he conseguido, y
probablemente jamás lo conseguiré. De vez en cuando intento eliminar cosas innecesarias,
fotografías que se expanden y dividen como un virus. Documentos que existen
diez veces sólo para asegurarme que en algún lugar, en alguna carpeta, los
podré encontrar con facilidad.
Y
después de eso están los escáneres. Las fotografías escaneadas. Ese baúl de
recuerdos polvoriento que sacas debajo de la base de tu cama y del rincón más
oscuro de tu armario para mirar por la ventana del pasado. Mis papás, aun
siendo relativamente jóvenes, tienen muchísimas fotografías. Fotografías de
todos y de todos. De personas muertas y vivías, y otras que jamás existieron.
Me fascina verlas, y más aun en su versión física que en aquella digitalizada;
al tocarlas, las siento más personal y humanas. Trasmitiendo sensaciones que
mil ediciones de Photoshop jamás podrán igualar.
He
rescatado muchísimas de ellas de cartones y albúmenes carcomidos por la humedad
y el moho; incluso aquellas en las que Kodak aseguraba que durarían más de 100
años (¡y con qué orgullo lo expresaban!). Siempre hubo una cámara para los
momentos especiales y siempre me he maravillado por el contraste de calidad
entre el tiempo y las décadas que separan una foto de otra. El color vintage de
los años 70’s o la riqueza de iluminación específica que albergaban las Polaroid.
Pequeñas joyas y tesoros de valor incalculable.
¿Una fotografía que me haga feliz? No podría escogerla. Entre esos gigas de recuerdos que se
amontona en un Dante a punto expirar (necesito respaldarlas ya) es imposible
elegir sólo una. Tomaré dos sólo para no sufrir por lo bajo.
Fueron
tomadas el mismo día y en el mismo lugar: en las playas Las Lupitas de
Escuinapa, Sinaloa. Detrás de la primera fotografía está mi mamá, detrás de la
segunda está mi papá. En ambas estoy yo. Y no podría ser más feliz, supongo que
se nota ¿no? :)
Tuve
una buena infancia, ¿saben? Siempre me he sentido afortunada por mi infancia y por mi familia. Sí, soy una hija peculiar en muchísimos aspectos (y puedo decir
exactamente lo mismo de mis hermanos Carolina y Brandon) pero he tenido unos
padres que han intentado estar a la altura. Nunca nadie te prepara para tener
hijos normales, ya ni hablar de aquellos que van contracorriente, aunque uno, como
padre, se esfuerce para colar la normalidad entre su asocialidad y su
introversión.
Mi
infancia fue feliz, muy feliz. No tenía amigos, era cohibida hasta el hartazgo
y tímida hasta con mis abuelos y tíos, pero tenía a mis padres y a mis
hermanos, con lo que podría bromear y hablar de las cosas que a mí me gustaban
sin miedo a que me miraran raro. Y también tenía un librero lleno de libros,
una cantidad inmensa de libros. Quizá lo único que me faltó en mi infancia fue
una mascota, pero esa llegaría después, a mis 10 años. Nunca me faltó nada y
crecí conociendo gente y compañeros de escuela a los que le faltaba todo, desde
una familia amorosa hasta un bocado para llevarse a la boca, y desde muy
pequeña aprendí a valorar a mi familia. Cada charla después de la comida y la
cena, cada regalo debajo del árbol de navidad, cada temporada vacacional. Las
tardes de domingo en un parque infantil de Guasave, los días de lluvia en La
Reforma, los viajes matutinos en el auto de papá para ir a la escuela. Las
comidas de mamá, la explosión de programación en televisión, la cantidad de
conocimientos vertidos en páginas y más paginas de libros que siempre
estuvieron en la sala, a mi altura y a mi alcance. Las fiestas privadas de
cumpleaños, lejos de gente, de ruido, de música estridente. Aquella primera vez
en que mi papá puso una laptop frente a mí y me dijo: escribe todo lo que
quieras, aquí siempre quedará guardado. Mi primer arquetipo de blog nació ahí,
en un aparato descontinuado de fin de siglo.
Y
los viajes a las playas de Escuinapa, claro. Esas playas aun me deben un
atardecer y una lunada… Y cien fotografías más al lado de mi familia.
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