No existe, y me gustaría que existiera porque entonces podría
dejar a un lado la tristeza que me produce el hecho de saber que no existe. Entre
todas las fotografías que se esconden en cajas de cartones y albúmenes apilados
en la esquina de mi habitación no hay ninguna de mi tío Carlos Enrique “Kiki” y
yo; y cuando me detengo a pensar en ello se da uno de eso extraños momentos en
los que desearía regresar el tiempo y suplicarle a alguien con una cámara en
mano una foto con él. Entonces, ahí sí, ya tendría una imagen que no sólo me
hiciera sentir tristeza sino que también vertería en mí un abanico de emociones
variables y acarrearía con un torrente de recuerdos que, por el momento, se
encuentran escondidos en el limbo de mi memoria.
No me gusta idealizar a las personas muertas. Una de las
cosas que más detesto de la gente es esa necesidad casi intrínseca de
santificar al que se fue, poniéndolo en un altar de purismo y perfección que
resulta a todas luces enfermizo e hipócrita. Es esa misma necesidad que reprimimos
porque muy en el fondo nos da vergüenza el no haberle apreciado mientras vivía,
o peor aún, haberle tratado mal. Recuerdo a una señora en particular sentada en
las primeras bancas durante el funeral de mi tío —Ay, era un ángel —decía
mientras se lamentaba con falso dolor—. Siempre tan bueno, tan servicial y
atento. Tan educado—. ¡PFFFF! No, mi tío Kiki no era bueno, ni servicial ni
nada de lo que decía ella. Él sencillamente no era así; no más de lo que era
estrictamente necesario.
Mi tío era probablemente una de las personas más malhumoradas
que he conocido en la vida. No era bromista, era burlesco. Fumaba hasta el
copete, salía todas las tardes a sentarse en la banqueta de la casa de mis
abuelos sólo para criticar a la mitad de la gente que pasaba y al 90% de los
vecinos que nos rodeaban, incluso a aquellos que vivían dos cuadras más
adelante. Maldecía hasta el trapeador con el que aseaba el suelo y era capaz de
derrumbarte con una sola frase que brotara de su boca. Así era él… Y, aunque
era así, con todos esos defectos que opacaban la mayoría de sus virtudes, fue
también una de las personas más extraordinarias con las que me he topado jamás,
a tal grado que me pregunto qué hubiera sido de mi vida (y de la de mi hermana)
si él no hubiera estado ahí siempre, al pie del cañón, en sus últimos años de
vida, como un amigo y un consejero más que como un simple tío.
Al recordar sus defectos pretendo no idealizarlo, quiero que
todo el mundo sepa que las personas más imperfectas pueden convertirse en pilares
que sostengan nuestra más visible fragilidad ante la vida, y darnos, con su imperfección,
la fortaleza necesaria para seguir adelante aun cuando todo a nuestro alrededor
se derrumba en incomprensiones.
A veces cierro los ojos y recuerdo a mi tío (todos los días)
y trato de rescatar su voz y sus tics y su perfume, un pedacito de la esencia
de lo que fue. Muchas cosas murieron cuando él murió y mi vida en diversos
aspectos jamás volvió a ser la misma. Sobre todo porque en sus últimos años nos
acostumbró a mi hermana y a mí a una misma rutina de cenas los viernes en la
casa de la abuela, improvisando mil pociones mágicas en la cocina mientras mi
abuelo contestaba un crucigrama y la abuela sintonizaba la novela de las nueve.
Cuántos recuerdos, memorias y anécdotas se quedaron impregnadas ahí, entre el
comedor de madera y aquel reloj haciendo tic tac a nuestras espaldas; entre
refrescos y cafés, y palabras y tertulias enmarcadas de falsa bohemia mientras
la noche caía ahí afuera y el mundo se derrumbaba.
Aquella fotografía que no existe me provoca tristeza sólo de
evocarla, tanto por su ausencia como por todo lo que conlleva; por imaginar
cómo sería la vida si él no hubiera muerto. Qué tan distintos seríamos tú y yo
si él aun caminara por aquí. Probablemente este blog ni siquiera existiría, porque no
tendría razón de ser.
Por mi tío y por su imperfección, la última persona a la que le lloré su muerte.
Por mi tío y por su imperfección, la última persona a la que le lloré su muerte.
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