15 ene 2015

"Solo Dios sabe cuánto te quise"

A veces me gustaría conocer por qué motivo las historias de Gabriel García Márquez me despiertan tanta ternura. Es un sentimiento espontaneo, inocente, incluso diría que injustificable. Y no habla en mí la voz de la experiencia, sino mi lado primigenio con las obras del autor. Sólo he leído Cien años de soledad, y hace unos minutos concluí El amor en los tiempos del cólera, pero a estas alturas estoy empezando a creer que todos sus trabajos me inundarán en mayor o menor medida con ese absurdo sentimiento tierno, como lo han hecho los dos que ya pasaron por mis manos. No es una molestia, faltaba más, porque pensándolo bien es precisamente eso —y no el Nobel de Literatura que carga a sus espaldas desde el ’82 o sus ideologías sociales y políticas—, lo que consigue adéntrame a sus novelas con tanta facilidad como muy pocos autores lo han conseguido alguna vez. Y es que el bueno de Gabo desliza su narrativa con una cotidianidad que se gana a pulso con tanta simplicidad entre cada párrafo que termina por derramarse sin demasiado escollo antes que el primer capítulo marque el punto y aparte.  

El amor en los tiempos del cólera empuña con orgullo los restos de una Cartagena de Indias que se niega a olvidarse del fantasma del virreinato español con tanto ahínco como Florentino Ariza pone en el amor jamás materializado de Fermina Daza. En las obras de García Márquez el tiempo se congela aunque pasa, y entre página y página uno no termina de entender cómo es posible que cincuenta y tres años, siete meses y once días se hayan diluido en el espacio con suma rapidez y a la vez con tantas gotitas de dulzura. Esta es la clase de amor febril que probablemente no podría digerir en una novela romántica, pero el realismo del autor colombiano consigue atiborrar en una crónica gentil que podríamos encontrar fácilmente en nuestros propios ancestros. Florentino Ariza rompe moldes desde el principio, y lo hace sin un gramo de belleza ni juventud. Para cuando se cuela en la historia aparece como un cuervo calvo evocado por la muerte en medio de un salón enlutado frente a la viuda reciente que amó sin reciprocidad alguna. Ariza está ahí, en la escena, como el viejo decrépito que se marchitó esperando una rancia gratitud. Un Romeo jubilado en una Venecia apestosa y latinoamericana. Sin embargo, el comienzo de la historia corre a cargo del prominente doctor Juvenal Urbino; ese rival en amores que nunca supo que lo fue (y que partió de esta vida sin intuirlo jamás). Urbino se asoma al escenario con una cautela desmedida, filtrándose a la casita de un antiguo y místico amigo exiliado que planeó minuciosamente su suicidio durante décadas para no sucumbir a los caprichos más humillantes de la vejez. Un santo ateo. A raíz de eso, y en las primeras cincuenta páginas del libro, vemos discurrir las últimas horas del honorable médico que, entre sus proezas profesionales y de caché, estuvo la de erradicar el cólera en su entrañable asentamiento porteño, castigado por mil maldiciones distintas. Las virtudes del hijo pródigo del pueblo, de apellido largo y reputación intachable, chocan de manera estrepitosa al darnos cuenta del accidente estúpido que lo llevó a perder la vida. Cuando uno se topa con la narración en cuestión, nuestras emociones erráticas se bifurcan extrañamente entre la carcajada más honesta y ese dolor tan álgido que sólo podría percibirse a la luz de la muerte de un personaje que ya a esas alturas nos resultaba entrañable.

A partir de ahí el tiempo corre para atrás, rebobina la historia hasta que chocamos con la versión joven de la viuda adolorida que intenta encontrar una razón para continuar viviendo. No sólo nos habla de esa versión de la pubertad aniñada sino también del primer amor, rancio y jodido, de serenatas en el panteón de los pobres y cartas perfumadas con la inocencia de parejas imposibles. El amor en los tiempos de cólera nos trae un peculiar triangulo amorosos que jamás fue, y que el primero de los tres en palmarla fue el que no se enteró de nada. Para ser justos, el triangulo en sí nunca existió (quizá en la mente del pobre Florentino, pero nada más): Fermina Daza no le amó después de aquel romance juvenil, que ni por un pelo fue más allá de una propuesta de matrimonio absurda y del enorme muro que el padre de ella forjó entre ambos para que no se volvieran a querer en la vida. Sin embargo, el patriarca de los Daza no consiguió con su sentido estricto lo que el tiempo y la distancia resquebrajó hasta oxidarlo desde los cimientos. Cuando el padre y la hija huyen erráticos de pueblo en pueblo y no regresan sino mucho tiempo después, Fermina se topa con una realidad que la supera hasta el grado de la amargura: lo único que pudo sentir por el chico de la eterna correspondencia fue lástima; y lo esfumó de su vida casi por inercia. Después llegaría el doctor Juvenal Urbino con su altanería, guapura y perfección, que la chica encontró despreciable en muchísimos sentidos pero que aprendió a querer hasta conseguir amarlo. Sin embargo, ella nunca lo engañó. Ni con el pobre Florentino Ariza ni con nadie. Una proeza que el pulcro doctor no pudo cumplir, engañando a su virtuosa esposa con una mulata que de lejos provocó la peor crisis matrimonial de la pareja.

La peculiar prosa de Márquez se huele por toda la novela como un espectro que Cien años de Soledad ya había dejado rondar en mi memoria hace algunos años. Páginas y capítulos enteros repletos de anécdotas para dar tridimensionalidad a personajes que jamás nos resultan ajenos, y que se contraponen con una obviedad exquisita a los escasísimos diálogos que fácilmente podríamos guardar en una hoja garabateada por los dos lados. Es una habilidad que muchísimos autores desearían tener: enamorar sin hablar. Anécdota contra dialogo. Un aluvión de párrafos interminables sobre los sentimientos de algún personaje siempre conmueven más que un sequísimo “Te amo”, o una frase cursi nacida de un enamorado. Gabo consigue arrastrarnos a un torrente emocional tremendo apenas da comienzo la novela, cuando al doctor Juvenal Urbino se le va la vida en un parpadeo, y al verse ido suelta aquella epifanía que le da título a este artículo y que resuena con un dolor indescriptible en las lágrimas que se nos apañan en los ojos. Para ese entonces ya le queremos. Más o menos hemos entendido la mitad de su rutina, ideas, prejuicios y decepciones, para que en el momento de su muerte la tristeza nos conduzca sin remedio a la desolación que dejó en la propia existencia de la mujer a la que más amó en la vida.

Por otro lado, Fermina Daza siempre fue un enigma; y de los buenos. Podríamos tacharla de mil cosas, pero jamás de imprudente. Si algo la hizo sobresalir como la envidia de todo un pueblo fue por su inteligencia, testarudez y valor. La honorable Fermina mantuvo su dignidad en alto siempre que le fue posible. Incluso cuando aquel chico de vestimenta de anciano y manías voyeristas le extendió la carta con caca de pájaro que le marcaría la existencia por siempre. La chica del eterno uniforme colegial tuvo suerte y ésta la seguiría incluso hasta la última página, cuando su amor contrariado dio la orden de mantener un buque en marcha con la bandera del cólera en alto hasta el fin de los tiempos. Si bien es verdad que a Florentino la vida le pareció una fracción de segundo, es Fermina la encargada de plantarle la bofetada al tiempo. Atreves de ella atestiguamos las cinco décadas que Ariza dejó pasar embelesado con la idea de conquistarla. Para cuando éste se da cuenta de que las primaveras mueren sin pedir permiso, los días ya habían oxidados los engranajes de su propia rutina. La historia no resultaría tan entrañable si el carácter de Daza no pecara de orgulloso; de alguna manera es precisamente eso lo que Florentino Ariza y Juvenal Urbino encontraron tan atractivo. La altiva personalidad de ella se exterioriza de manera dramática en sus frases directas, toscas y contundentes. Con el cuello en alto y la espalda recta aprendió los gajes de la vida en pareja con una maestría excelsa y prodigiosa que, conforme la hazaña de sus años pasan, ella reforma con fina elegancia hasta volver exquisita la aburrida rutina matrimonial, con un habito que consigue enraizarnos el corazón en un comienzo tan afectuosos como senil (y que alcanzaría su máximo esplendor en ese último capítulo que saboreamos con destellos de eternidad).

En fin, una novela preciosa, con un escenario aldeano y porteño, que despierta en nosotros la necesidad del recuerdo primitivo de entender a aquellos que nos antecedieron en esas antiguas décadas que se asemejan a los siglos. Lo mejor de García Márquez siempre viene repleto de grandes dosis de soledad dolida, de personajes tan comunes cuya peculiaridad les otorgan el brillo de los héroes cotidianos: parejas de amores imposibles en pueblos innombrables, narrando cuentos bañados de nostalgia que agrietan la memoria con heridas que destilan enormes cantidades de ternura íntima; esa ternura que se sabe tan pecaminosa como inocente.  

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