11 may 2016

El día en que naciste (Para el pequeño Diddier Alexander)

10 de mayo del 2016. (HVVL)
El día en que naciste terminaba de leer la última página del libro Alejandro y la gorra del tiempo y un México perezoso se echaba una siesta larga después de celebrar por todo lo alto a las madres de la patria. Tú tienes una mamá así, Diddier, una madre luchadora, trabajadora e incansable como pocas. Yo, que soy su prima, te lo puedo decir. Crecimos juntas… o algo así, casi siempre en vacaciones y fines de semanas largos (mi hermana Carolina, tu tía Hiriam, tu mamita y yo) entre pueblos de terrecería, niños con pies descalzos y preciosos sembradíos a nuestro alrededor. En los recovecos más estrechos de mi infancia ahí está ella, cómplice infranqueable de todas mis travesuras; guerrera invisible de batallas imaginarias donde igual eramos princesas que heroínas, rescatándonos solas en un mundo ficticio donde no había cabida para los débiles. Qué puedo contarte yo de nuestras aventuras, mi pequeño, y qué tanto te podrá contar ella de esos días en que escalamos el viejo algodón que custodiaba el patio de la casa donde vivían en un diminuto ranchito de Angostura.  

Una noche nos dimos a la tarea de contar las estrellas recostadas en el cofre del auto de mi abuelo y atestiguamos su infinita existencia cuando llegamos a los confines del espacio sólo con la mirada. No muy lejos de ahí, intentamos cruzar muros que dividían casas como si fueran países y buscamos entre los escombros de un añejo pozo de agua el vestigio legendario de un tesoro familiar. Construimos utopías entre las piedras de una escuela con adoquines anaranjados y gises de carbón, e inventamos un sistema educativo que todo lo comprendía sin siquiera entenderlo. Eramos niñas, ingenuas y valientes, dispuestas a apostarlo todo por tres minutos más de diversión después de que el sol se ocultaba en el horizonte. Fuimos rebeldes en nuestra inocencia y atesoramos los consejos de tu bisabuela como si fueran palabras sagradas en un mar de mentiras. Recorrimos las calles, las plazas, los campos y los mares de Sinaloa como soberanas de nuestro reino y en más de una ocasión nos sentamos alrededor de la mesa de la casa materna para escuchar a nuestras madres y tíos contándonos su propia infancia, sus tardes como custodios del barrio. Alejandro, el niño del cuento que leí, viaja a la infancia de sus abuelos, a los tiempos de una España devastada por la guerra. Ojalá que tus viajes en el tiempo sean sólo de risas y no de caminatas apresuradas a bunkers subterráneos para huir de las bombas que vomiten los aviones. Espero que no haya disparos ni odios en los minutos más memorables de tu niñez y que apagues las velas de cada pastel de cumpleaños con un deseo imposible dispuesto a brotar de tus labios. Sé que veré algo de tu mamá entre tus ojitos vivaces y tiernos, tanto como lo veo en los rizos de Danna y en las pestañitas de Dairam.

¡Bienvenido a ésta loca existencia, mi pequeño de armadura dorada! Toma una espada, un escudo y un corcel y atrévete a conquistar el mundo al lado de tus primitos como nosotros lo hicimos siendo apenas unas niñas. Recorre los campos de girasoles siguiendo las pautas del sol y sumérgete en la ola más altas de todas las que revientan en la arena para ver por una fracción de segundo a las criaturas del mar. Pelea, en tu imaginación, con molinos de viento y con dragones que escupan fuego volcánico desde sus gargantas resecas. Persigue un arcoiris al terminar la primera tormenta de verano y regala las monedas de oro a quién crees tú que más las necesita. Nunca olvides preguntarle a tus abuelos todas las travesías que vivieron de niños y entabla amistad con la personita más solitaria de tu clase. No te olvides nunca del respeto hacia los demás y piensa en el alma más frágil cuando veas una luciérnaga posándose en tu ventana. Canta canciones por todo lo alto como si mañana mismo se fuera a acabar el mundo y esconde golosinas bajo el edredón para los días en lo que no podrás ir a la tienda a comprate unas. Mójate bajo la lluvia y llénate la cara del barro lodoso que se acumula bajo los árboles. Brinca sobre los charcos y salpícate el uniforme blanco; mánchate la cara y la ropa con chocolate o helado de vez en cuando. El regaño valdrá la pena, créeme y sólo serás niño una vez. Cuando crezcas apreciarás aquellos días de tierra, canicas, trompos y cromos coleccionables; cuando solías creer que el mundo se terminaba a la vuelta de la esquina; cuando apenas entendías de ciudades, marcas, teléfonos celulares y táblets. Te ha tocado vivir en un boom tecnológico imparable, lo sé, incluso yo me siento privilegiada de ello (por éste medio te podré ver crecer, incluso estando tan lejos), pero los mejores momentos de tu vida vendrán de las cosas sencillas: un atardecer a la orilla del mar, una mañana de desayuno con los abuelos, una sonrisa en el rostro de mamá, una mirada cómplice entre tus hermanitas y tú, o una anécdota entrañable de nuestra infancia a los pies del árbol de navidad.

Espero que tú, como el pequeño Alejandro, el nene del cuento, encuentres tu propia máquina del tiempo, ya sea una vieja gorra miliciana o un columpio que gira sobre su propio eje. Espero que subas a bordo del barco de los deseos imposibles, hagas un motín de sonrisas y travesuras y tomes el mando como capitán del navío que te llevará a surcar los siete mares de la imaginación con la bandera de la infancia ondeando por todo lo alto en el mástil de madera. Y algún día, cuando pase una década o dos, te invitaré a las pacíficas playas de mi pueblo —tierra neutra donde todo parece posible— y a la luz de la luna, me hablarás de tus aventuras; de todo lo que te atreviste a hacer siendo niño y entonces entenderás que valió la pena. Que cada caída, cada regaño, cada moretón en la frente y cada raspón en tus antebrazos valieron la pena... porque ellos te hicieron más fuerte. Y mirarás con nostalgia los pasillos de tu infancia y desearás regresar ahí, aunque sea un minuto, aunque sea dos, para volver a sentir la adrenalina de patear un balón en el patio de la escuela, o jugar a policías y ladrones entre las casas del vecindario; quizás incluso desees no haber crecido. Pero no te preocupes, el recuerdo perdurará y lo evocarás con frecuencia cuando busques algo firme en lo que aferrarte cuando tus fuerzas decaigan. Tu infancia siempre estará ahí, será tu paraíso desierto, para reafirmar que la felicidad siempre viene en dosis pequeñas y en la sencillez de aquellos días. Mientras ese momento llega, tira una moneda al aire y juega a los tazos con Dilan cuando seas un poquito más grande; pero nunca te olvides de donde vienes o quienes estuvieron antes que tú para limpiar el camino donde tus pies caminarían, y de quienes estarán ahí para apoyarte toda la vida, incluso desde la distancia.

Siempre tendré una palabra escrita para ti, mi capitán. Mi pequeño viajero del tiempo.
Yo, Hilse, Carolina e Hiriam (otoño de 1994).

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